A la mañana siguiente, Kerim despertó con un sobresalto. El sol lo obligó a entrecerrar los ojos. Estaba en una de las habitaciones de huéspedes. Se levantó con un dolor de cabeza punzante; la resaca era un castigo físico por la noche anterior, cuyos detalles estaban envueltos en una neblina de alcohol. Se llevó una mano a la sien.
—Dios, qué dolor. No me acuerdo de nada —murmuró; la conciencia de su irresponsabilidad era su única claridad.
Salió de la habitación y caminó directamente hacia la suite matrimonial. Al abrir la puerta, su expresión de agonía se suavizó. Allí, en la cama, Zeynep estaba sentada, jugando y riendo suavemente con el bebé, Evan. Por un instante, la imagen de la esposa perfecta y el hijo feliz lo envolvió en un falso oasis de normalidad.
—Buenos días, Zeynep —dijo con una sonrisa perezosa y culpable.
Ella levantó la mirada. Sus ojos estaban serenos, pero tenían un brillo duro, el de alguien que ha pasado la noche en vela tomando una decisión.
—Buenos días, Kerim