Zeynep permaneció un largo rato en su habitación, intentando calmar su respiración después del enfrentamiento con Kerim. Aún sentía ese nudo en el pecho que la sofocaba, esa mezcla de tristeza, impotencia y cansancio que la acompañaba desde hacía mucho más tiempo del que estaba dispuesta a admitir. Evan, ajeno a todo, dormía plácidamente en sus brazos, y aquella pequeña paz que su hijo le regalaba era lo único que mantenía su corazón latiendo con algo de firmeza.
Finalmente, se obligó a moverse. Caminó hacia la puerta, ajustó una manta sobre el pequeño cuerpo de Evan y salió de la habitación. Sus pasos por el pasillo eran suaves, casi silenciosos; no quería llamar la atención, no quería que nadie viera el rastro de lágrimas en sus mejillas ni el temblor sutil en sus manos.
Al llegar a la planta baja, se encontró con una de las empleadas que organizaban el comedor. La mujer la miró con respeto y una leve sonrisa.
—Señora, ¿desea algo? —preguntó.
—Sí… —respondió Zeynep acomodando mejor