Capítulo 3: ¿Algún enemigo?

Minutos antes de que ocurriera el accidente de Ludovica, Alexander recibió una llamada.

“Señor, se ha presentado una falla en los motores de la serie de vehículos del modelo nuevo. Estuve llamando a sus primos, tanto a Roberto como a Paolo, y como no pude comunicarme con ellos, lo estoy llamando a usted. Lamento tener que molestarlo, pero es urgente su presencia”.

—Estaré allí lo más pronto posible.

Sin pérdida de tiempo pasó por el despacho donde estaba su esposa y se despidió.

—Debo ir a la empresa, no sé cuánto tiempo tardaré —le dijo a su esposa y ella asintió.

—Tárdate todo el tiempo que quieras, esposo… espero que te vaya bien —susurró mirándolo con una expresión extraña en su mirada.

Alexander salió luego de darle un beso de despedida, cuando llegó a la altura de la sala, vio a Eletta sentada, miró a los lados buscando a Tanya y cómo no la vio, le preguntó a su hija.

—¿Dónde está tu amiga? —sin esperar respuesta siguió hablando—, debes estar pendiente de lo que haga… no me gusta que esté merodeando por la casa, no confío en ella ¿Hasta cuándo vas a tener esa amistad? Sabes que no me gusta, seguramente debe estar pendiente de que le puedes dar… no es más que una interesada ¿Quién sabe de dónde ha salido?

La chica se envaró ante las palabras de su padre.

—Vamos a dejar algo claro, papá. Primero, a quien le tiene que gustar es a mí. Tanya es mi amiga y no puedes decirme a quien debo o no tratar. Segundo, a mí ella no me quita nada y tercero, te agradezco que no hables de ella porque no la conoces.

Con un bufido, el hombre salió de su casa molesto con su hija, condujo hasta las instalaciones de las empresas Ferrari, apenas entró, le dio una orden a su asistente.

—Comuníqueme de inmediato con el departamento de Ingeniería de Motores y el departamento de Investigación y Desarrollo, necesito saber quién carajos es el responsable de esa falla —espetó molesto.

Alexander se reunió con la gente y luego de más de un par de horas de reunión, se recostó en su silla, tratando de encontrar la paz dentro de él, pero justo en ese momento el agudo timbre del teléfono perturbó su tranquilidad.

—Señor —comenzó a decir la recepcionista con evidente urgencia en su voz—hay un agente de policía en la sala de espera. Insiste en hablar con usted.

Alexander frunció el ceño, su mente recorrió un sinfín de posibilidades, ninguna de las cuales le proporcionaba una respuesta reconfortante.

Con un gesto seco de la cabeza, le indicó que permitiera la entrada al visitante. 

Unos minutos después, la figura que se materializó en la puerta vestía el inconfundible uniforme policial, pero fue el sutil desvío de los ojos del oficial y la tristeza grabada en sus rasgos, lo que lo dijo todo antes de que pudiera intercambiar palabras.

—Buenos días —saludó Alexander extendiendo la mano hacia él de manera cordial —¿Puedo preguntarle qué le trae por aquí?

Mientras tomaba asiento, el oficial vaciló, como si el peso de su mensaje fuera una carga física sobre su lengua. 

—Lamento  darle esta noticia —su voz se entrecortó momentáneamente, preparándose para el impacto de sus siguientes palabras. —Ha habido un accidente, por la carretera que conduce a la playa… el auto de su esposa chocó contra las defensas de protección… ¡Y ha muerto! 

Nada más terminar la frase, una palidez se extendió por el rostro de Alexander, el color se desvaneció como si cada palabra fuera una gota de sangre. 

El corazón se le estrujó, con una súplica silenciosa en los ojos, para que el agente deshiciera el momento, para que se retractara de la insoportable noticia que ahora arañaba los límites de la realidad.

—¡No es posible! Mi esposa estaba en la casa cuando salí… no pudo haberle pasado nada —dijo sintiendo su corazón encogerse en su pecho.

—Lo siento, señor, pero es la verdad —dijo el agente.

En su desesperación, Alexander buscó un destello de mentira en los ojos del oficial, pero solo encontró una profunda y honesta pena.

Tragó saliva, los sonidos del mundo exterior, los ruidos cotidianos de la empresa Ferrari parecían haberse silenciado, y el paso del tiempo se había suspendido en un vacío ensordecedor.

Se levantó, comenzó a caminar de un lugar a otro mientras sentía la rabia y la impotencia agitándose dentro de él, de hecho con la mano en un puño golpeó una y otra vez la pared hasta hacerla sangrar.

—Ella no pudo haber sido —dijo, su voz apenas un hilo de esperanza.

—Estamos seguros, señor, lo es. —respondió el oficial con tristeza.

El agente le mostró un video del accidente. La imagen mostraba el coche que recién le había regalado ese mismo día a Ludovica, destrozado y ardiendo en llamas en el fondo de un barranco.

La escena era demasiado real para ser desestimada. Alexander miró la foto fijamente, como si el mero hecho de no apartar la vista pudiera revertir el terrible hecho. Sus sollozos llenaron la estancia, cada uno cargado con el dolor que se abría paso en su interior como si le destrozaran el alma.

—Necesito verla —exigió, finalmente, su voz quebrada por la pena y la negación.

El oficial asintió con una expresión sombría. 

—Señor, como el coche explotó, la explosión provocó un alto nivel de daño físico, tanto al vehículo como a su esposa, por lo cual no hay cuerpo que ver… ella quedó por completo destrozado.

Alexander se quedó paralizado en el lugar, mirando con horror al oficial. Su cuerpo parecía haberse convertido en una estatua de piedra, su mente se negaba a asimilar lo que acababa de escuchar. La oficina se llenó de un silencio tan profundo que podía escucharse el latido irregular de su corazón.

—No... Eso no es posible... —logró murmurar, finalmente, sus ojos clavados en el uniformado, buscando en su rostro algún indicio de que todo era una cruel broma. Pero el agente simplemente bajó la mirada, como si quisiera evitar su desesperada súplica.

Alexander se dejó caer en su silla, sus manos temblaban ligeramente cuando intentó aferrarse a los brazos del asiento. Miró hacia la ventana de la oficina, hacia el exterior, queriendo despertar de esa espantosa pesadilla.

Su esposa muerta, la mujer que amaba casi desde que tenía uso de razón, con la que había planeado envejecer.

No pudo evitar sentir un vertiginoso vacío en el estómago. Aquella información parecía golpearlo más fuerte que la noticia inicial. Sintió los fríos dedos del shock, empezar a apoderarse de él, el aire parecía haber sido aspirado de la habitación.

—No puede ser... no puede ser real —repetía como un mantra, pero las palabras sonaban huecas incluso para él.

El oficial pareció incómodo con la situación, jugueteando con su gorra entre sus manos. Sus ojos miraban con pesar a Alexander, aunque no había nada que pudiera decir para aliviar ese dolor.

—Lo lamento mucho, señor Ferrari —dijo finalmente, su voz suave que contrastaba con la crudeza de su mensaje—, hay algo más.

—¿Qué más me va a decir? —inquirió con una evidente expresión de dolor en su rostro.

Sus manos estaban temblorosas y el sudor frío de su frente era una prueba de su ansiedad mientras permanecía con la mirada perdida.

—Hemos iniciado una investigación —empezó el agente, con un tono profesional, pero no exento de empatía. 

Miró a Alexander directamente a los ojos, consciente de la necesidad de mantener el contacto visual cuando se dan noticias que pueden hacer añicos el frágil barniz de la conmoción.

—Sobre el accidente para determinar sus causas y descartar que haya sido un hecho provocado. Varios testigos  que —añadió—, vieron el momento del accidente, afirman que su esposa... intentó frenar, pero no pudo… de hecho en el asfalto de la carretera están las marcas de los neumáticos al momento de frenar… lo que hace presumir que el accidente pudo ser provocado ¿Tiene su esposa algún enemigo?

«Conoce a tu enemigo y conócete a ti mismo y podrás librar cien batallas sin desastre». Sun Tzu.

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