Capítulo 4: Un abismo de desesperación.

Alexander se quedó atónito ante las palabras del oficial. Un hecho provocado. Un enemigo. ¿Cómo era posible que Ludovica tuviera un enemigo dispuesto a llegar al extremo de acabar con su vida?

Dio vueltas a la pregunta en su mente, pero no podía pensar con claridad. Aunque eran personas de dinero, vivían en un mundo de exclusividad, lujo y protección, siempre habían estado rodeados de personas leales.

Alexander tragó con dificultad, tratando de procesar la nueva información. ¿Quién querría matar a Ludovica? Era divertida. La mujer más dulce que nadie jamás podría conocer. Siempre dispuesta a ayudar y con una sonrisa para regalar a todos. Ella era para él la perfección personificada. Vio al oficial y se dio cuenta de que no parecía bromear, su rostro era una máscara de seriedad.

—No... —respondió Alexander, su voz era apenas audible—. Ludovica siempre fue muy amable y amada por todos. No puedo pensar en alguien que quisiera hacerle daño y mucho menos que deseara verla muerta.

—Entendemos su incredulidad, señor Ferrari —respondió el oficial asintiendo con comprensión—. Pero necesitamos investigar todas las posibilidades. Incluso usted también será investigado.

Las palabras del agente nublaron más su ya confuso entendimiento. Parecía que cada nueva información era un golpe más fuerte que el anterior. No temía a que lo investigaran porque él no tenía nada que perder.

Incluso, no podía creer que alguien hubiese matado a su esposa, era inconcebible. No sabía cómo viviría la vida sin ella ¿Cómo le daría la noticia a sus hijas ¡¿Qué iba a hacer?!

Con un nudo en la garganta, Alexander intentó poner en orden sus ideas. Sabía que tenía que mantenerse fuerte, no solo por él mismo, sino también por sus hijas. Llorarían, sí, pero debían seguir adelante.

—¿Qué sigue ahora? —preguntó Alexander con una voz apenas audible.

El oficial se aclaró la garganta antes de responder. —Nuestros detectives estarán trabajando en el caso. Recogerán pruebas y entrevistarán a posibles testigos. También revisarán las cámaras por la zona aledaña al área del accidente. Todo lo posible para encontrar respuestas, señor Ferrari.

Algo en su interior se revolvió. Sabía que el oficial solo estaba haciendo su trabajo, que era una parte esencial de la investigación. Pero todo esto le parecía tan surrealista que por un momento creyó estar en una especie de película.

Las siguientes horas fueron para él las peores de su vida, con esa sensación de irrealidad que no podía alejar, sentía que su cuerpo le era ajeno, de que todo eso le estaba ocurriendo a otra persona.

El paso más difícil fue darle la noticia a sus hijas. A la primera que se la dio fue a Eletta su hija mayor.

Apenas entró su hija vio la expresión de tristeza en su padre.

—¿Qué pasó? ¿Por qué tienes esa cara? —preguntó la jovencita mirándolo con preocupación.

—Mi amor… debes ser fuerte —comenzó a decir tratando de controlar sus emociones—, tu mamá tuvo un accidente.

Eletta se quedó petrificada, sus ojos azules se agrandaron mientras buscaban en el rostro de su padre una señal que contradecía lo que acababa de oír. 

—¿Accidente? ¿Mamá? —su voz tembló, llena de una confusión evidentemente aterradora. 

Alexander asintió con la cabeza, incapaz de encontrar las palabras para explicar mejor lo que había sucedido. Tomó las manos de Eletta entre las suyas y las apretó con fuerza, como si fuera la única ancla que los mantenía en la realidad y no en una pesadilla sin fin. 

—Está... Ella... No estará más con nosotros, Eletta —el nudo en su garganta amenazaba con ahogarlo, pero luchó contra él para seguir hablando.

Las lágrimas llenaron sus ojos mientras él luchaba por mantenerlas alejadas.

—¿Cómo que no estará entre nosotros? ¿Qué quieres decir papá? —preguntó la chica con voz entrecortada.

—Tu madre... ha muerto, Eletta —confesó Alexander, una lágrima rebelde escapando de su ojo y mojando la mejilla.

La noticia golpeó a la jovencita como un mazo, y lo vio reflejado en sus ojos azules, que se llenaron de horror y negación.

Eletta se soltó de las manos de su padre, apartándose con un paso atrás mientras sacudía la cabeza.

—No. No, eso no puede ser verdad —dijo la chica intentando convencerse a sí misma, pero el rostro desolado de su padre decía otra cosa—. ¡No es posible!

Alexander no supo qué hacer mientras veía a su hija desmoronarse ante sus ojos. Deseó tener una respuesta, algún tipo de consuelo para ofrecerle, pero se quedó sin palabras. ¿Qué podía decirle? ¿Cómo podía hacerla sentir mejor cuando él mismo estaba sufriendo tanto?

La furia empezó a mezclarse con la confusión y el miedo en sus ojos. Alexander sabía que era una reacción esperada ante una noticia como esa. Pero el dolor que sentía por ver a su hija sufrir lo hundió un poco más, la abrazó, lloraron juntos, pero el dolor bullía por dentro haciéndose más insoportable.

Sin embargo, el trago más amargo fue cuando le tocó explicarle a su hija de seis años, que no vería más a su madre.

Miró el rostro angelical de su pequeña Alyssa, sin tener idea de cómo comenzar a explicarle algo tan terrible. En sus ojos azules, reflejo suyos, aún brillaba la inocencia y la alegría. ¿Cómo podía apagar esa luz?

Con un profundo suspiro, Alexander se agachó para estar al nivel de los ojos de la niña y, tragando saliva, pronunció las palabras más difíciles que jamás había dicho.

—Amor... necesitamos hablar sobre mamá —cada palabra dolía como una astilla en su corazón. La pequeña lo miró con interés, esperando que él continuara.

—¿Mamá? ¿Dónde está mamá? —preguntó Alyssa alegremente. Alexander sintió que su garganta se cerraba.

—Mamá ha... tenía un accidente y no podrá volver más… ella ahora será… un ángel que nos cuidará desde el cielo —pronunció con voz entrecortada, sin poder contener el profundo dolor que atravesaba su pecho.

Los ojos azules de Alyssa se ensancharon con sorpresa, antes de que los arrugara en una mueca de confusión. 

—¿Un ángel? —preguntó, su voz diminuta resonando en la sala silenciosa.

Alexander asintió, apretando la pequeña mano de su hija entre las suyas. 

—Sí, un ángel. ¿Recuerdas cómo siempre decimos que los ángeles cuidan a las personas desde el cielo?

Alyssa asintió vagamente, todavía confundida. 

—Entonces... ¿Mamá nos va a cuidar como un ángel?

Con un respiro tembloroso, Alexander confirmó las palabras de su hija.

—Exactamente, mi amor. Mamá será nuestro ángel especial, y nos cuidará todos los días.

Alyssa asintió y luego salió corriendo sumida en su inocencia, y por un momento Alexander agradeció que su pequeña no hubiese entendido, aunque más adelante no sabía cómo iría a reaccionar.

Le avisó a su familia, no había un cuerpo que velar porque se había consumido por las llamas, así que todo era simbólico, no supo cuántas visitas recibió, cuántas condolencias, solo sabía que necesitaba escapar de allí, digerir en su soledad, que había quedado solo, que la mujer a quien amó por años había muerto.

Caminó al despacho donde la vio por última vez, caminó hacia el bar y sus dedos temblorosos se enroscaron en el cuello de una botella de whisky, cuyo contenido dorado era un puente líquido hacia la amnesia temporal.

La última vez que vio a Ludovica, estaba allí sentada y él de pie junto a ese mismo escritorio, con la luz del atardecer, acentuando los suaves rizos que enmarcaban su rostro sonriente. 

Ahora, sólo las sombras bailaban sobre la superficie de caoba, burlándose de él con los fantasmas de una vida que se fue demasiado pronto.

La habitación giró ligeramente cuando se llevó la botella a los labios, bebiendo desesperadamente, sin una pausa, el ardor del alcohol embotando los bordes afilados de su dolor. 

Así siguió, botella tras botella, ni siquiera las contó, tampoco sabía cuántas necesitaría para borrar la inquietante imagen de su esposa, pero estaba decidido a averiguarlo.

Horas, o tal vez minutos, más tarde, el paso del tiempo tan borroso como su 

visión, sintió que la puerta se abrió de golpe, Alexander miró con ojos sombríos la silueta que enmarcaba la puerta. 

Era ella, la endemoniada amiga de su hija, que entraba en su santuario del dolor con una gracia inquietante.

—¡¿Qué haces aquí? ¿Por qué vienes aquí?! — Su voz era un gruñido ronco, cada palabra mezclada con el veneno de su dolor y la rabia que le producía ver a la chica frente a él.

Ella vaciló, su forma ensombrecida e indistinta, antes de hablar en voz baja. 

—Solo vengo a darle el pésame.

Una risa arrogante y áspera brotó de la garganta de Alexander. 

—¡Eres una farsa! ¡Una bruja! ¡Una arpía! ¡Que no sientes nada! —escupió con el labio curvado y la ira agitándose en su interior—, no me engañas, has venido porque estás viendo en este momento la oportunidad de lo que siempre has deseado ¡¿Acaso me crees idiota?! ¡¿Es esto lo que viniste a buscar?!

Y antes de que pudiera pronunciar otra sílaba, la combinación de  la furia, ebriedad y un anhelo desesperado surgió en su interior. 

Se abalanzó sobre ella y la agarró del brazo con un apretón moldeado por la desesperación y la rabia. La acercó, mezclando sus respiraciones, y estrelló sus labios contra los de ella en un beso alimentado por la angustia, la rabia, el odio y la cruda necesidad de sentir cualquier cosa menos el abismo que se abría dentro de él.

"En medio del invierno, aprendí por fin que había en mí un verano invencible".  Albert Camus.

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