Con el viento nocturno silbando entre los árboles, trayendo consigo el aroma a tierra mojada, ramas rotas y algo más... una sensación que erizaba el pelaje. Golpeaba con mis patas el suelo húmedo con determinación, desplazándome con soltura entre la maleza. Era parte del bosque, del aire, de la noche misma. Mis sentidos estaban alerta. Nada escapaba a Fang, mi lobo.
Patrullaba la frontera con los trillizos, tres jóvenes recién transformados que apenas comenzaban a entender el peso de la responsabilidad. Lobos cobrizos, impacientes y ruidosos a ratos, pero leales a mi manada y futuros patrulleros. Me seguían con admiración, aunque yo prefería que fuera con respeto. Eran fuertes, cada uno con un potencial que podía igualar al de cualquier guerrero de mi guardia, si aprendían a controlar su impulso, ya que a veces resultaban ser algo… arrogantes.
—¿Crees que esta noche veamos otra vez al ciervo con la cornamenta rota? —murmuró uno de los trillizos a través del lazo mental de manada, romp