CAPÍTULO 5: El último desayuno
Al día siguiente, Rebecca se levantó antes que el sol. Caminó descalza por la cocina, como tantas veces lo había hecho. Encendió la cafetera y el sonido burbujeante llenó el ambiente. Cortó pan con precisión, batió huevos con movimientos lentos y seguros. Preparó el desayuno como lo había hecho cientos de veces para Henry, aunque él siempre había encontrado la forma de despreciarlo. Un “no quiero desayunar contigo”, un “¿quién te dijo que sabes cocinar?”, un “deja de molestarme” eran frases que habían acompañado casi todas sus mañanas.
Pero esa mañana, Rebecca no cocinaba para complacerlo. Cocinaba para despedirse.
El aroma a café recién hecho llenó la casa, mezclándose con el olor a pan tostado. Rebecca colocó los cubiertos con una precisión casi quirúrgica, y en el centro de la mesa, junto a las tazas, estaban los papeles del divorcio, bien a la vista, como una señal luminosa.
Henry bajó las escaleras con paso firme y cara de no haber dormido precisamente bien. Llevaba la camisa arrugada y el cabello despeinado, listo para llevarse una taza de café y gruñir algún desplante, pero lo primero que vio fue esa carpeta marrón en el centro de la mesa.
—¿Es en serio? —dijo, cruzándose de brazos y lanzando una mirada que quería ser intimidante—. ¿No te cansas de molestar?
Rebecca, que estaba sirviendo jugo en una jarra de vidrio, no apartó la vista del líquido ámbar.
—Bueno, Molestia es mi segundo nombre, después de Esposa de mentiras ¿recuerdas? —se rio—. Pero hoy puedo darme el lujo, porque hoy tengo una sorpresa para ti.
Él frunció el ceño aún más y solo entonces se dio cuenta de que la mesa no estaba servida para dos, sino para seis.
—¡¿Qué hiciste, Rebecca?! —la increpó, pero no hubo tiempo para una respuesta, porque solo uno segundos después el timbre de la puerta empezó a sonar, cortando la tensión como un cuchillo.
Henry giró la cabeza hacia la puerta con fastidio, pero se quedó petrificado cuando esta se abrió para dar paso a toda su familia.
Uno a uno, empezaron a entrar los Sheppard:
Primero su padre, Chase Sheppard, un hombre alto y de voz grave, con un bigote cuidadosamente recortado, que tenía esa mirada de juez que nunca perdonaba. Su madre, Carlotta, con su vestido de tonos crema y un collar de perlas que parecía demasiado brillante para la hora, la miró con la misma frialdad con la que se inspecciona un objeto viejo.
Luego apareció Chelsea, la hermana menor de Henry, con su sonrisa descarada y un bolso carísimo colgando del hombro. Y, por último, Julie Ann, con su melena perfectamente ondulada, perfume suave y esa seguridad de quien sabe que tiene un lugar reservado en la vida de alguien.
—¡Pasen, siéntense! —dijo Rebecca con cortesía, abriendo los brazos hacia la mesa—. El desayuno está servido.
La mesa rebosaba: tostadas crujientes, huevos revueltos esponjosos, café caliente y jugo fresco. Nadie comentó sobre el esfuerzo, porque solo estaban esperando el motivo del teatro.
—Tenemos de todo en el menú de hoy, familia: Huevo, café, pastas, chocolates y demandas de divorcio. Ustedes eligen por dónde comenzar.
Hubo un silencio breve, y luego un chillido emocionado de Carlota que primero se lanzó sobre los papeles del divorcio como un cuervo con hambre, y luego corrió a abrazar a su hijo.
—¡Ay Dios, los firmó! ¡Henry, ella los firmó! —gritó emocionada mientras su hijo palidecía al ver la firma oscura de Rebecca en cada página—. ¡Por fin te vas a poder divorciar de esta muerta de hambre! ¡No puedo creerlo!
Los papeles fueron pasando de mano en mano, arrancando felicitaciones y apremio, y entonces Henry lo entendió: esa era su presión, su estrategia. Rebecca sabía que todos en su familia la odiaban y querían verlo divorciado, así que los había reunido a todos para que lo presionaran para firmar.
Dejó caer la servilleta sobre el plato con fuerza, y el golpe del tejido contra la loza sonó como una advertencia.
—¿Así que este es tu numerito? —dijo mirándola fijamente, como si no hubiera nadie más en la habitación—. ¿Por eso los trajiste? ¡Pues escucha bien, Rebecca: no pienso darte nada! ¡Ni bienes, ni pensión, nada! ¡Bastante me has quitado ya!
Las palabras eran como piedras lanzadas al pecho, pero Rebecca no parpadeó.
—Me parece perfecto, de hecho en la primera cláusula lo dice claramente: no quiero nada de ti. Solo fírmalo y listo.
El señor Sheppard ojeó el contrato por encima y luego carraspeó con severidad.
—Es correcto Henry, no tienes que darle nada. Ahora firma y acaba con esto.
—¡Exacto, hijo! —añadió Carlotta, girando la cabeza con elegancia—. ¡Esto es lo mejor que puede pasarte, firma!
—¡Hermanito! ¡¿Qué esperas?! ¡Firma y líbrate de la zorra esta! —exclamó Chelsea y Henry le arrebató de la mano el contrato, leyendo la cláusula donde decía que no se llevaba nada de su matrimonio.
—¿De verdad vas a renunciar a todo? —la increpó y Rebecca suspiró encogiéndose de hombros.
—Oficialmente no quiero nada de ti —dijo mirándolo directo a los ojos—. Solo mi libertad.
El silencio volvió, pero pronto fue roto por un murmullo punzante y lleno de malicia. Chelsea se echó hacia adelante, divertida.
—¿Libertad…? ¡qué dramática! ¡Como si estuvieras en prisión! ¡Ah, no espera, ese es tu padre! —se rio con crueldad.
Julie Ann inclinó la cabeza con falsa dulzura.
—Mira, Rebecca, deberías sentirte agradecida. Henry te aguantó más de lo que cualquiera hubiera hecho.
—Exacto —añadió Carlotta con desprecio—. No es fácil estar con alguien… bueno… con tus carencias. Pobre, sin padres, muerta de hambre, avariciosa, con poca clase y encima de todo… fea, desagradable, inútil…
Henry levantó la vista ante la carga de insultos que de repente se le antojaron innecesarios. Ella ya había firmado la renuncia, no había por qué atac…
—¡Henry, es mejor que firmes! ¡Tienes que pensar en tu futuro y el de tu hijo! —le dijo Chelsea—. Mi sobrino tiene a la mejor madre y tú te libras de esta zorra por fin…
—¡Anda, firma, que no puedo esperar a verla en la calle! —gruñó Carlotta—. Así podremos empezar a planear tu boda con Julie Ann de una vez.
La palabra “boda” atravesó la sala como un disparo. Henry apretó la mandíbula. Lo miraban desde todos los ángulos, como si estuviera en un juicio público. Y aunque una parte de él quería levantarse y largarse, su orgullo no se lo permitió.
Alcanzó la pluma, se inclinó sobre la mesa y estampó su firma con trazos duros. El sonido del bolígrafo raspando el papel fue lo único que se escuchó durante varios segundos. Pero apenas terminó, Julie Ann le arrebató los papeles y los lanzó al piso, a los pies de Rebecca, con un gesto de desdén.
—Ahí tienes. Arrodíllate y recógelos del suelo, que ahí es donde perteneces —escupió y Rebecca pasó saliva.
Apretó los labios tratando de que no se formaran lágrimas en sus ojos, y miró directo a los de Henry mientras se ponía de rodillas y recogía los papeles. Podía ver algo extraño en ellos, ¿incomodidad? ¿Le molestaba que su amante la pusiera de rodillas?
—Gracias, Henry —murmuró—. Supongo que nos veremos pronto en el juzgado para que cumplas la cláusula especial de nuestro divorcio —fue lo último que dijo y todos la miraron como si hubiera detonado una bomba.
—¡¿Qué...?!
—¡¿De qué estás hablando?!
—¿¡Qué cláusula especial?!