CAPÍTULO 6: Adiós sin lágrimas
Una declaración de guerra, un terremoto, incluso un tsunami arrasando con todo, habría hecho menos daño y causado menos impacto que aquellas palabras de Rebecca mencionando la cláusula especial en el contrato de divorcio.
El aire en la habitación se volvió pesado; Henry fue el primero en reaccionar, mirando fijamente a su padre mientras su pecho se hinchaba con impotencia; y Rebecca arqueó una ceja desafiante porque estaba segura de que eso sería lo que pasaría:
Todos la odiaban tanto que mientras ella no se llevara dinero en el divorcio, no se molestarían en fijarse en nada más.
—Papá, ¡me dijiste que todo estaba bien! ¿Cómo que hay una cláusula especial en el contrato?
El señor Sheppard levantó las manos como si pusiera orden en una tormenta; y respondió con la seguridad de quien ha leído y entendido más de lo que parece:
—¡No te va a pedir nada por la separación, eso es lo que importa! No vi nada más fuera de lugar...
Henry alcanzó una copia de los papeles, hojeándolos con prisa, sin imaginar el huracán que estaba a punto de desatarse a su alrededor.
Porque si había algo que Carlotta Sheppard no podía hacer, era controlar su temperamento ni su crueldad cuando se trataba de Rebecca. Y por supuesto que Chelsea la siguió con una lista de insultos que habrían escandalizado al Anticristo.
—¡Ya sabía yo que algún problema tenías que causar, maldit@ infeliz! —exclamó Carlotta avanzando hacia ella.
—¡¿Y qué esperabas, si esta zorra solo ha querido joderle la vida a mi hermano desde el primer minuto?! ¡Eras y siempre vas a ser insuficiente, Rebecca! —dijo Chelsea, con un tono de desprecio que dolía hasta en el silencio—. ¡No eres nada, solo una carga para Henry!
—¡Interesada, y falsa! —agregó Carlota, haciendo un gesto de asco—. Viviendo a costa de los demás, ¡tratando de arruinar a mi hijo!
—¡Y encima solo es una mediocre con un padre en la cárcel! —continuó Chelsea, sin bajar la voz—. ¡Eres una asquerosa que solo mancha nuestro buen nombre! ¡Debieron meterte a la cárcel con tu padre!
—¡O al menos debiste tener la decencia de morirte con tu madre en ese accidente! ¡Así no serías una carga para nosotros!
—¡¡¡Mamá!!! —La voz de Henry cortó el aire como un trueno, interrumpiéndola, mientras una confusión extraña brillaba en sus ojos.
Tenía la cláusula extraña del contrato delante de él, pero aunque no la hubiera leído, todos aquellos insultos de pronto no eran solo palabras afiladas, sino ataques crueles dirigidos a alguien que, de alguna manera, ya había aceptado irse. No quería a Rebecca, pero tampoco le deseaba algo tan cruel como la muerte, y quizás eso fue lo que hizo que un poco de culpa se colara entre su orgullo.
—Supongo que ya la encontraste —murmuró Rebecca sin que su voz se inmutara ni por un segundo, aunque por dentro estaba más rota que nunca.
—Sección tres, cláusula catorce —respondió Henry apretando los labios y Julie Ann se acercó a él, colgándose de su brazo con preocupación.
—¿Qué es lo que dice esa cláusula, amor? —lo increpó, pero fue Rebecca la que le dio una respuesta y esta iba dirigida a Henry.
—No es secreto que tú y tu familia siempre han dicho que soy una interesada —suspiró—. Así que decidí agregar una cláusula que pueda resolver eso.
Henry frunció el ceño sin comprender del todo el motivo por el que estaba haciendo aquello.
—¡¿Qué cláusula?! —escandalizó Julie Ann con impaciencia, porque odiaba ser ignorada.
Rebecca levantó la carpeta y, con un movimiento firme, mostró una página específica.
—Una que dice que debo yo devolver todo el dinero que saqué de la tarjeta que Henry me dio cuando nos casamos. Todo lo que compré con su dinero, desde ese día hasta hoy —declaró—. Y para hacerlo oficial, tenemos que comparecer ante un juez que valide la suma que voy a devolverle.
Henry miró de nuevo el contrato. Cada palabra confirmaba lo que ella decía, sin margen de dudas. Pero mientras sus ojos estaban clavados en los documentos, a su lado los miembros de su familia intercambiaron miradas de incredulidad, y al final fue su madre quien levantó la barbilla con un gesto despectivo.
—¡Ni falta que hace! —escupió Carlotta, mirando a Rebecca con altivez, como si le tuviera lástima—. ¡Si eso es lo último que te une a mi hijo, puedes olvidarlo! ¡Haríamos lo que fuera por sacarte de su vida! ¡Así que mejor toma eso como una limosna, un pago por dejar a Henry en paz de una vez!
—¡Eso, eso! —dijo Chelsea, cruzando los brazos con arrogancia—. ¡No queremos andar revisando cuentas ni perdiendo tiempo en tribunales! ¡Nos damos por bien servidos con que te largues!
Rebecca sonrió, pero aquella sonrisa llena de sarcasmo y seguridad fue a tropezar directamente con los ojos de Henry, porque parecía que ella no se molestaba en hablarle a nadie más.
—Curioso —le dijo con una mueca—. Siempre me han tratado como a una oportunista, ¿verdad? Una arrastrada que solo quiere tu dinero... Pero ahora que quiero devolverte todo lo que te quité, todo lo que gasté… ¿de repente no les interesa recuperarlo?
—¡Porque para nosotros lo que gastaste solo son migajas! —exclamó Carlotta, y Julie Ann volvió a tirar de la manga de Henry.
—Amor… por favor… —murmuró con tono suplicante—. No seas mezquino con ella. Tampoco es como que le vayamos a revisar las maletas. Mejor que se vaya y ya…
—¡Eso no lo decides tú! —advirtió Rebecca, pero de nuevo hablaba solo con Henry—. Lee la letra pequeña: no importa que los dos hayamos firmado, si no te paras frente a un juez y me obligas a devolverte todo lo que gasté, el divorcio no será efectivo.
—¡Eso es una estupidez, no queremos nada de ti!... —gritó Carlotta con rabia.
Y Rebecca no dijo otra palabra, se dio la vuelta y se fue a recoger sus cosas, mientras Henry se quedaba en silencio, con el ceño fruncido y la semilla de la duda en su mente. ¿Por qué su madre y su hermana no querían que ella devolviera ese dinero?
Las protestas y los insultos siguieron subiendo de tono, al punto de que ninguno de ellos se dio cuenta de que Rebecca bajaba las escaleras con una maleta tan pequeña que apenas cabrían en ella los efectos personales más básicos.
Y en ese instante, Henry sintió algo que no esperaba: una punzada de ansiedad en el pecho. No sabía si porque ella se iba, o porque se iba sin rogarle, sin llorar, sin mostrar ni una pizca de lo que alguna vez fue su amor por él. Esa dignidad era simplemente… implacable.
Se escabulló del comedor y fue a interceptarla en la puerta, sin saber si su mano sobre la manija era para abrirla o para cerrarla.
—¿Qué es lo que estás buscando con esto, Rebecca? —la interrogó.
—Devolver lo que no es mío —la escuchó sisear con una sonrisa que lo hizo estremecerse—. ¿No tienes curiosidad por saber cuánto te debo después de estos dos años?