Pasó una semana. La presencia de Sofía en la casa se convirtió en una especie de ruido de fondo, una tensión de baja intensidad que Isabel y Jared manejaban con una paciencia y un humor que los unía más cada día. Se habían convertido en expertos en la guerra de guerrillas, neutralizando las provocaciones sutiles de Sofía con una indiferencia educada y una complicidad silenciosa.
Era miércoles por la tarde. Isabel estaba en su despacho, en su propia casa, sumergida en una llamada de presupuesto con un cliente. La normalidad había vuelto. La vida seguía.
Su teléfono vibró con una videollamada entrante. Era Samanta. Isabel le hizo un gesto a su cliente, pidiendo un segundo.
—Sam, estoy en una llamada, ¿es urgente? —susurró.
El rostro de Samanta en la pantalla era una mezcla de euforia y pánico. No podía ni hablar. Simplemente asintió frenéticamente.
Isabel se disculpó con su cliente y cortó la llamada. —¿Qué pasa? ¡Me estás asustando!
—Isa... —la voz de Samanta era un chillido contenido—