El sábado por la mañana, Isabel se encontró sonriendo frente a su armario. La pregunta ya no era qué armadura ponerse, sino qué versión de sí misma quería ser hoy. Optó por unos shorts de tenis blancos y elegantes y un polo azul marino. Práctica, sí, pero impecable.
Jared la esperaba en la entrada de un club de tenis exclusivo, un oasis de césped verde y arcilla roja en medio de la ciudad. Él ya vestía de blanco, y se veía atlético y relajado.
—¿Lista para la lección, agente? —la saludó con un beso rápido y una sonrisa.
—Más que lista para derrotarte, comandante —respondió ella, aunque no había cogido una raqueta en casi una década.
La hora que pasaron en la cancha fue una revelación. Fue pura diversión. Isabel era torpe al principio, y sus primeros golpes enviaron la pelota a la red o a la cancha de al lado. Jared, en lugar de reírse, se acercó a ella.
—Te estás precipitando —le dijo, su voz tranquila junto a su oído—. Deja que te enseñe.
Se colocó detrás de ella, su pecho casi rozan