El domingo transcurrió en una bruma de felicidad para Isabel. La euforia del fin de semana no se desvaneció; se asentó en una calma cálida, en una sonrisa que aparecía en su rostro sin previo aviso mientras leía un libro en su sala. Cada vez que su mente volvía al beso en el parque, a la cena en casa de Jared, a la confesión de sus pasados, sentía una certeza que la anclaba.
Por la tarde, tal como él había prometido, su teléfono sonó. Era Jared.
La conversación fue fácil, natural. Hablaron de sus días, de cosas triviales. Él le preguntó cómo se sentía después de un fin de semana tan intenso.
—Me siento... bien —respondió ella, y se dio cuenta de que era la verdad más simple y más profunda—. Muy bien.
Confirmaron su cita para el lunes por la noche. La llamada no duró más de diez minutos, pero cuando colgaron, Isabel se sintió aún más segura. La conexión era real. No había sido un sueño febril de fin de semana.
Con esa nueva fortaleza, supo lo que tenía que hacer.
Se sentó en el sofá de