En el instante en que las pesadas puertas de la camioneta se cerraron, el murmullo elegante del Casco Antiguo quedó sellado afuera. Dentro, el silencio cayó como una cuchilla, denso y cortante, cargado con toda la furia y la humillación que habían contenido durante los últimos veinte minutos.
La furia de Jared no fue una explosión; fue una implosión. Un silencio helado y denso llenó el habitáculo. Isabel lo observaba de reojo. Vio la forma en que sus nudillos se volvieron blancos al aferrarse al volante de cuero, la línea de su mandíbula tan apretada que parecía tallada en mármol. No arrancó el motor. Simplemente se quedó mirando al frente, su respiración controlada, casi inaudible. La energía que emanaba de él era la de una tormenta contenida, de una violencia a punto de estallar. De repente, su mano derecha se levantó y golpeó el volante una sola vez, un golpe seco y brutal que resonó en el silencio como un disparo. Y luego, nada. Volvió a la quietud, una estatua de rabia contenida.