Después de que Isabel aceptara ir a la fiesta con él, un pacto no verbal se selló entre ellos. Ninguno de los dos volvió a mencionar la fiesta de Daniela. Ni el club de yates. Ni, por supuesto, a Alexis.
La conversación por teléfono esa noche derivó hacia temas más ligeros, y en los días que siguieron, construyeron una burbuja a su alrededor. Una burbuja dorada y perfecta, impermeable a los fantasmas del pasado y a las ansiedades del futuro.
Las siguientes dos semanas fueron, para Isabel, las más felices que podía recordar. Su vida, antes una rutina controlada de trabajo y soledad, se llenó de una nueva y vibrante normalidad. La de ellos.
Había mañanas de sábado en las que él la llevaba a la cancha de tenis, y entre risas y golpes torpes, ella aprendía a sentir el peso de la raqueta en sus manos. Había tardes de domingo en las que ella lo arrastraba a una librería, y pasaban horas sentados en el suelo, leyéndose fragmentos de libros, él con un thriller, ella con una comedia romántica.