La noche era pesada, húmeda, el cielo cargado de nubes como si la ciudad entera aguardara una tormenta. La bodega donde se realizaría el intercambio estaba rodeada de camiones oxidados y cajas apiladas, un terreno baldío donde el silencio era más peligroso que el ruido.
Vittorio llegó en su coche blindado, escoltado por una decena de hombres armados hasta los dientes. Desde su silla de ruedas, supervisaba cada movimiento con la mirada dura de quien sabe que un error puede costarle todo.
La caja con el supuesto oro legítimo y la piedra envuelta en terciopelo negro estaba lista sobre una mesa metálica.
Los emisarios de la Reina Roja llegaron puntuales. Cinco hombres vestidos de negro, rostros cubiertos por máscaras rojas que les daban un aire fantasmal. No hubo saludo, no hubo palabras innecesarias. Solo caminaron hacia la mesa con una calma perturbadora.
Vittorio alzó la voz, áspera y cargada de soberbia:
—Aquí tienen lo prometido. Oro puro… y la piedra que tanto desean. Con esto, la R