De pronto, el sonido de un leve crujido llamó la atención de Askeladd. Giró la cabeza hacia atrás y, con un reflejo instintivo, se dio cuenta de lo que estaba sucediendo. Azucena estaba allí, sobre una escalera, estirando el brazo para alcanzar los libros que se encontraban en la parte superior de los estantes. La imagen de ella allí arriba, delicadamente equilibrada, lo sorprendió y una punzada de preocupación lo recorrió.
—¡Loba Roja! —exclamó, poniéndose de pie con rapidez—. ¿Qué estás haciendo allí?
El tono serio y la súbita voz de Askeladd hicieron que Azucena titubeara. La escalera comenzó a moverse de manera inestable y, por un instante, parecía que podría perder el equilibrio y caer. Sin pensarlo, Askeladd reaccionó con rapidez. Avanzó hacia ella, y Azucena, intentando corregir la posición de la escalera y mantener su equilibrio, perdió la estabilidad y se precipitó hacia él.
En un instante, Askeladd la sostuvo entre sus brazos, evitando que cayera al suelo. La fuerza de su ag