En ese momento, algo se rompió dentro de Elenya. Una furia ardiente, imposible de contener, la envolvió por completo. Su carácter, normalmente sereno, cedió ante el peso insoportable de la traición. Sin preocuparse por la solemnidad del lugar ni por la imponente presencia del Rey Alfa, alzó la mano y la dejó caer con fuerza sobre el rostro de la loba roja.
Antes de que Elenya pudiera apartarse, Askeladd, con un movimiento tan rápido como contundente, atrapó su muñeca.
—¿Qué crees que estás haciendo? —reclamó—. ¿Cómo te atreves a semejante insolencia delante de mí?
Elenya, aún presa de la ira, no retiró la mirada.
—Gran Alfa, esta loba roja no puede permanecer aquí. Debe matarla, deshágase de ella.
Esas palabras dejaron a Askeladd momentáneamente perplejo. Conocía bien a Elenya: era la guía espiritual, la voz que, en circunstancias normales, actuaba como contrapeso a la violencia y la crudeza del poder. Pero lo que veía en ese momento no era a la ministra religiosa serena y prudente,