Los niños me miran curiosos al principio, como si estuvieran intentando procesar el significado de las palabras de su mamá. No espero demasiado. Me hundo junto a ellos en la cama, envuelto en una mezcla de culpa y nerviosismo que hace que mi voz tiemble un poco cuando les hablo.
Me acerco y hago lo mismo con lágrimas en los ojos. Los niños están entubados, pero sus ojos brillan cuando me ven. —Hola, pequeños —digo, mientras mi mano acaricia el cabello alborotado de mi hijo—. Lamento haber tardado tanto en llegar. La niña, Brayan, me observa detenidamente con esa seriedad que solo los más pequeños pueden tener. Después de unos segundos, parece decidir que soy quien dice su mamá, porque una tímida sonrisa asoma en su rostro antes de extenderme los brazos. —¿De verdad no te vas a ir más? —pregunta con un tono tan