Capítulo 5.
No sé cómo terminé en un bar elegante, con música suave y luces doradas. Apenas siento mis piernas. Me dejo caer en la barra y pido un tequila. Lo tomo de un golpe. Luego otro. Y otro más. La quemadura en la garganta es lo único que me recuerda que sigo viva.
El cuarto trago me arranca una carcajada amarga.
—Otro —le digo al barman con voz quebrada.
A mi lado, las miradas de algunos hombres empiezan a volverse incómodas. Siento que me observan como una presa fácil, pero en este momento poco me importa. Estoy rota, cansada, harta.
Es entonces cuando lo noto. En una mesa del fondo, un hombre vestido de negro me observa con atención. Su porte es imponente, el rostro tallado en piedra. Tiene esa mirada que parece atravesarlo todo. En algún punto, se levanta y se sienta a mi lado sin pedir permiso.
Lo miro, el alcohol me hace hablar más de la cuenta.
—Tan guapo… —digo entre risas—, pero con cara de puño.
Él no responde. Se limita a mirarme en silencio, con esa expresión seria que parece imposible de descifrar.
—¿No hablas? —insisto, riendo un poco más fuerte—. Definitivamente eres un “cara de puño”.
Sus labios se tuercen apenas, como si estuviera aguantando un comentario. No parece acostumbrado a hablar con mujeres, mucho menos a lidiar con una como yo. Y sin embargo, se queda allí, observando cómo bebo sin descanso.
Siento la cabeza pesada. El mundo me da vueltas. De pronto, la barra ya no me sostiene y él es el único punto firme en la habitación.
—¿Dónde vives? —pregunta con voz grave.
—No quiero ir a casa… —susurro—. Quiero pasar la noche contigo, cara de puño.
Mis palabras me sorprenden incluso a mí, pero el alcohol me vuelve atrevida. Él suspira, resignado. No responde con palabras, pero me toma del brazo con firmeza. No con brusquedad, sino con esa fuerza contenida de alguien que sabe cómo manejar situaciones difíciles.
No tengo claro cómo, pero pronto estoy en el asiento trasero de un auto negro. Sus manos seguras evitan que me derrumbe por completo. El olor de su chaqueta, mezcla de cuero y tabaco, me envuelve.
Cuando abro los ojos de nuevo, estamos en la habitación de un hotel. Él me ha dejado sobre la cama, quitándome los tacones con torpeza, pero con cuidado.
—Duerme. —su voz retumba como un mandato.
Lo miro desde mi borrachera y sonrío débilmente.
—Sabía que detrás de esa cara de puño había un hombre bueno… —murmuro antes de caer rendida.
Es lo último que recuerdo antes de que la oscuridad me trague.
*
*
Abrí los ojos. La habitación estaba en penumbras. Me llevé la mano a la frente; la resaca golpeaba. Busqué con la mirada aquel hombre y lo vi. No dormía a mi lado y eso era bueno. Estaba sentado en un sillón, con la chaqueta colgada en el respaldo, tecleaba en un portátil iluminado por la luz fría de la pantalla. Su silueta era firme, casi militar.
Llegué al baño, me aferré al lavamanos y me miré en el espejo. El rostro que me devolvió la mirada no era el mío. Ojeras profundas, labios resecos, los ojos rojos e hinchados. Y detrás de ese reflejo, las palabras del testamento: “Tengo una hija con otra mujer”.
Un sollozo me rompió el pecho. Me cubrí la boca con la mano para no gritar. Lágrimas pesadas me rodaron por las mejillas.
Estaba vacía. Engañada.
—¿Por qué? —susurré—. ¿Por qué no fui suficiente?
Me deslicé contra la pared, hundiendo el rostro entre mis rodillas. Lloré hasta que el cuerpo no me dio más, no sé cuánto tiempo paso, solo me levanté. Me lavé la cara con agua fría. Respiré profundo. Me miré de nuevo al espejo.
—Si él pudo… yo también podré. —dije con firmeza, secándome las lágrimas.
Me alisé el cabello, respiré hondo y caminé hasta el sillón.
Él levantó la vista. Cerró la computadora en silencio y la dejó a un lado. Sus ojos oscuros se clavaron en mí. Yo me planté frente a él. Dudé. Mi respiración se aceleró. Luego, con manos temblorosas, me bajé el cierre del vestido. La tela resbaló por mis hombros hasta caer al suelo, dejándome en ropa interior.
Avergonzada, agaché la cabeza.
—Quiero que esta noche me hagas tuya. —Mi voz apenas fue un murmullo.
Él se quedó en silencio unos segundos que me parecieron eternos, pensé que me rechazaría, tal vez no era suficiente para él. Su voz grave, me saco de mis pensamientos.
—¿Estás segura de eso? Mañana podrías arrepentirte.
Tragué saliva y lo miré a los ojos.
—Estoy totalmente segura. Viví diez años en una mentira. Mi marido me engañó con todas las mujeres que pudo. Y yo… siempre me culpé por no poder darle un hijo. Esta noche quiero sentirme mujer. Quiero estar en los brazos de un hombre, aunque seas un desconocido. No me digas tu nombre. Solo hazme tuya.
Él se levantó. Era más alto de lo que había imaginado. Mi cuerpo retrocedió instintivamente. Me tomó del mentón y levantó mi rostro con suavidad.
—Si te hago mía esta noche… mañana no podrás levantarte de la cama.
El corazón me dio un vuelco y mi pulso se aceleró.
—Estoy dispuesta a correr el riesgo. —respondí con un hilo de voz.
Su mirada se endureció. Luego me besó.
El contacto fue un incendio inmediato. Mi cuerpo tembló. Nunca había sentido un beso así: firme, demandante, capaz de robarme el aire. Su mano descendió por mi espalda y me atrajo contra su pecho. Gemí contra sus labios, sorprendida por mi propia vulnerabilidad. Yo, la esposa engañada, ahora temblaba en los brazos de un desconocido.
Sus labios descendieron por mi cuello, arrancándome un jadeo. Cada caricia era un descubrimiento. Mi piel ardía. Él se detuvo, como si hubiera notado algo.
—Porque tiembla todo tu cuerpo. —susurró.
—No… no tengo experiencia. —confesé con vergüenza.
Sus ojos me recorrieron con una intensidad feroz, pero en su voz había calma.
—Entonces lo haré despacio.
Me levantó en brazos como si no pesara nada y me depositó en la cama. Sus manos recorrieron mis muslos, mi cintura, mi pecho, sin prisa, encendiendo cada rincón dormido de mi cuerpo.
Yo cerré los ojos, entregándome. Cada beso bajo mi cuello me arrancaba suspiros. Cada roce me arrancaba la coraza que había construido durante años de indiferencia con Esteban.
Era fuego. Era ternura. Era brutalidad contenida.
Cuando por fin me penetro, un gemido escapó de mis labios. Sentí que mi mundo se quebraba y se reconstruía al mismo tiempo. Él me sostenía, firme, mientras yo me aferraba a su espalda como si de ello dependiera mi vida, sus movimientos eran subes, pero luego fueron salvajes, yo gemía como nunca antes, cada vez más fuerte, era una sensación intensa así que no tarde en tener un gran estallido que me dejó en las nubes, el me voltio al sentir que alcance el clímax y me coloco en cuatro, me dio dos nalgadas y me volvió a embestir con fuerza, no pude evitar gritar de placer, era una avalancha de sensaciones que jamás había sentido ni en los diez años de matrimonio con Esteban, grite tanto que me quede sin vos, era como si estuviera experimentado por primera vez en el sexo con cada gemido, sensación, movimiento, tan placentero que me quedo corta al decir que es lo mejor que me han hecho.
Nos tumbamos en la cama aun con las respiraciones agitadas.
—Eso fue increíble. Dije con la vos entrecortada.
—Y aun no termino.
—¿Qué?
No sé cómo, pero lo bese de manera salvaje, baje a su cuello y le di pequeñas mordidas, note que le gustó ya que su cuerpo se erizo con cada toque y medio a entender que lo estaba disfrutando tanto como yo, decido tomar la iniciativa y lo monto de golpe, él suelta un sonoro gemido que disfruto mucho, nuestros cuerpos se vuelven uno solo de nuevo.
Mis caderas toman vida propia, es como si durante años hubieran estado dormidas, me muevo suave de arriba abajo de abajo arriba, aumento el ritmo al son de sus gemidos y los míos no tardan en salir, es el mejor sexo que he tenido.
El trata de seguirme el ritmo y mueve las caderas conmigo y la sensación es cada vez mejor, no tardamos en alcanzar otro orgasmo, nuestros cuerpos sudorosos siguen unidos mientras nuestras respiraciones vuelven a la normalidad, pero él no piensa parar y en un rápido movimiento quedó debajo suyo.
Me susurra a oído.
—Mi turno mi señora, es hora que le demuestre lo que es un buen amante.
No sé cuánto duró. Solo sé que cada segundo quedó grabado en mi piel, fue sin duda alguna el mejor sexo que había tenido en mi vida. Cuando el silencio volvió a llenar la habitación, él me cubrió con las sábanas y se apartó, encendiendo un cigarrillo frente a la ventana.
Yo me giré hacia él, agotada, temblando aún.
Ese desconocido no lo sabía, pero esa noche había marcado mi vida.
Y yo supe que nunca podría olvidarlo.