Sofía
Desperté envuelta en un silencio tan delicado que casi parecía una mentira. La habitación era amplia, lujosa, pero no opulenta. Tenía ese tipo de elegancia discreta que decía más de Alexander que cualquier palabra: tonos oscuros, muebles minimalistas, una alfombra gruesa donde mis dedos de los pies se hundieron cuando me senté al borde de la cama, envuelta en una sábana blanca que todavía olía a él. A nosotros.
Tragué saliva.
La noche anterior no era una alucinación. No fue un sueño calenturiento. Fue real. Lo sentí en cada centímetro de piel, en cada rincón de mí misma que él tocó sin siquiera pedirme permiso. Y peor aún, en cada parte que yo le ofrecí sin dudarlo.
Mi primer pensamiento fue simple y estúpido:
¿Dónde está?
Miré a mi alrededor con la esperanza de verlo dormido en un sillón, o saliendo de la ducha con una toalla colgando de la cadera como en una escena de esas películas que secretamente adoro. Pero no. Solo su ausencia. Y una bandeja sobre la mesa con una taza de