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Capítulo 3: Me están instalando.

Día 4.

Ela ya había perdido la cuenta de cuántas veces había llorado y llorado, hasta que las lágrimas se le acabaron, hasta que los mocos se le secaron, el rostro rosado por el esfuerzo y las cejas de Unidas en tristeza y dolor.

Le devolvieron las gafas—“para que al menos veas por dónde vomitas”, dijo el sargento con frialdad y casi crueldad.

A las 05:00, prueba física oficial:

Ahora debían hacer carrera de 5 km, luego dominadas, abdominales, flexiones.

Ela falló en todo, cada ejercicio, falla, ejercicios incompletos, cansancio rápido, nunca terminaba de completar siquiera una repetición.

Y siempre quedando como última con diferencia humillante.

El castigo: limpiar los baños de todo el barracón masculino. Sola.

Pasó ocho horas arrodillada, fregando residuos humanos y vómito de desconocidos, era desagradable, no solo por el aroma, sino también por lo resbaloso que estaba aquel suelo, sucio, y calzones encontrados, hasta vello de quien sabe qué parte del cuerpo.

Alguien había escrito con heces en la pared: “Ballenita ♥”. Pero... ¿Qué? ¿Disculpa? apenas lleva cuatro días en este lugar y ya le hacen graffitis de apodos burlones sobre ella.

Cuando terminó, le dolían tanto las rodillas que cojeaba, se levanta y deja todos los artículos de aseo a un lado y se dedica a lavarse ella misma, rastrillando su piel desde las manos hasta los antebrazos.

A las 19:00, revista de uniformes. Cuando vió el reloj casi se le hacía tarde y arrancó rápidamente a las filas donde ya estaban todos.

El propio Coronel Klaus pasó inspección.

Ela estaba en la fila, llegó justo a tiempo, intentando que la camisa no se le subiera y se la baja con las manos.

Cuando él llegó frente a ella, olió su perfume otra vez.

Klaus revisó sus botas sucias, sus manos con llagas, su camisa, mal abotonada.

—Velasco.

—Mi coronel—. Ela trató de mantener una voz firme.

—Desabróchate el primer botón.

Ela flaqueó unos segundos, se le heló la sangre, ni siquiera, ni a sus propios padres les mostraba piel del pecho, sin embargo en este trabajo y frente a él... Ela obedeció con dedos temblorosos.

Debajo, la piel clara del pecho asomaba, marcada por el roce del chaleco.

—¿Esto es un uniforme o un chiste?

—Lo… lo siento, mi coronel—. balbucea un poco con la voz pero intenta seguir firme, tratando de no mostrar miedo, ni dolor, ni tristeza ni ninguna de esas emociones vulnerables, ni frente a los demás.

—Quítate la camisa.

Ela palideció. "¿QUÉ!?" Gritó internamente, ¿Quitarse la camisa? el alma se le cae a los pies y las rodillas tiemblan más que visibles, tenía ganas de protestar, de exigir, de reclamar o negarse, pero sólo podía...

—¿Aquí, mi coronel?— Su voz tembló sin que se lo pidieran.

—Aquí. Ahora—. Dice con la voz tan fría como un iceberg.

Las lágrimas le quemaron los ojos, pero parpadeó rápidamente.

Levemente asintió y se quitó la camisa lentamente. Quedó en sostén deportivo negro, panza al aire, rollos temblando bajo las luces y apenas le podía sostener el busto pesado y lleno, parecía una gelatina andante, para los que la ven.

Silencio total en la fila, lo único que se escuchaba era el leve sonido de roces de uniforme entre los soldados cuando cambiaban de posición, y una que otra sonora respiración.

Klaus la miró sin parpadear.

Ela sintió que la desnudaban con los ojos, esos ojos azules que sentía que si los veía fijamente ella terminaría congelada como carne de res de un mercado.

—Esto —dijo él señalando su abdomen, su panza rellena, aguada como gelatina, el ombligo casi cerrado por la gordura— es grasa. Grasa es muerte.

Se giró a la tropa—. ¿Qué hacemos con la muerte, soldados?

—¡La eliminamos, mi coronel!— Gritaron todos al unísono.

Klaus volvió a mirarla.

—Tienes una semana para perder cinco kilos, Velasco. Si no, te echo yo mismo de la isla en un bote sin motor. ¿Entendido?

—E-Entendido, mi coronel—. El mentón le tembló ligeramente pero soportó, y logró mantener la firmeza en su voz.

Ela se quedó en sostén hasta que terminó la inspección, ni siquiera podía inclinar la cabeza, no, le tocó mirar al frente con firmeza, con valentía aunque todo sintiera que se está yendo su dignidad al ca**jo.

Nadie se atrevió a reírse en voz alta. Pero los ojos lo hicieron por ellos, sí, miradas, de esas que juzgan en silencio y se ríen por dentro..

Esa noche, en el comedor, nadie se sentó con ella, bueno, ella ya lo sabía, así que simplemente toma su bandeja y se sienta en aquella mesa aparte y solitaria al lado de la ventana y en el rincón.

Ela comió sola su ración reducida (mitad de lo normal, orden del coronel).

Después, en el baño, se miró al espejo. Panza, pechos pesados, brazos fofos. Se dio asco. Se metió dos dedos en la garganta y vomitó todo.

Día 6.

Entrenamiento de combate cuerpo a cuerpo. Ela contra una recluta llamada Carla, 1.75 y puro músculo.

En menos de diez segundos estaba en el suelo, con Carla sentada encima de su pecho, aplastándola.

—Ríndete, gorda.

Ela intentó empujar. No pudo.

—Ríndete o te rompo la nariz.

Ela jadeó:

—Nunca.

Carla le dio un puñetazo en la mejilla.

Ela vio estrellas.

El instructor pitó.

—Velasco pierde por knock-out técnico.

Después, en la enfermería, le pusieron hielo.

La puerta se abrió.

Klaus entró solo.

Ela se incorporó torpe en la camilla.

—Mi coronel…

Él se acercó.

Ela sintió miedo y algo más que no quería nombrar.

—¿Aprendiste algo hoy?

—Que… que soy débil, mi coronel.

—No. Aprendiste que rendirse no es opción. Aunque te rompan la cara.

Ela lo miró sorprendida.

Klaus se acercó más.

Ela pudo ver las pestañas rubias bajo el borde del pasamontañas.

—No vuelvas a decir “nunca” si no estás dispuesta a sangrar por ello, Velasco.

Se dio media vuelta y se fue.

Ela se quedó mirando la puerta cerrada.

Le dolía la mejilla. Le dolía el pecho. Le dolía el corazón.

Y aun así, por primera vez desde que llegó, sonrió un poco. Porque él había pronunciado su nombre como si le importara.

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