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Capítulo 2: Amor a primera vista.

Se quedó dormida después de haber llorado tanto. Tuvo pesadillas toda la noche y logró encontrar el sueño como dos horas antes de la alarma.

Ela se despertó a las 04:30 con el sonido de una sirena que parecía arrancarle el alma, el corazón le latía a mil por hora con ese susto.

—¡Arriba, inútiles! ¡Cinco minutos para estar en ropa de deporte!

Se levantó tan rápido que se golpeó la cabeza con el techo de la litera. Sisea con los dientes acariciando su cabeza.

Sin gafas todo era sombras, peor si está en la oscuridad de la madrugada, a lo lejos borroso, de cerca lograba ver un poco mejor, ser miope para este ámbito le iba a ser muy complicado, al parecer.

Se puso el pantalón de deporte que le quedaba un poco apretado en los muslos y la camiseta que se le subía mostrando la panza, se pone los tenis que casi nunca se ponía en casa y ahora parece sentir como dos piedras en cada uno.

A duras penas sale de la habitación con los demás, n la plaza, bajo focos cegadores, llovizna y niebla, el sargento instructor les gritó la rutina con voz fuerte y sonora:

¡—Diez kilómetros corriendo por la pista de obstáculos!

Ela dudó al principio, pero empezó a correr, para no quedarse atrás.

A los cuatrocientos metros ya jadeaba como un fuelle roto, el sudor corriéndole por la frente y el cuello rollizo, y su uniforme ya empapado en las axilas y otras partes.

A los ochocientos, vomitó bilis al lado del camino.

Alguien gritó: “¡Mira la ballenita varada!”

Se escucharon risas burlonas por todo el campo.

Ella siguió, siguió corriendo a pesar de todo.

Cada paso era fuego en las piernas.

Llegó de última. Veinte minutos después que el penúltimo. El sargento la esperaba con los brazos cruzados.

—Velasco. Cincuenta flexiones por retrasada.— Dice el sargento con voz fría y cortante.

Ela se tuvo que tirar al suelo mojado por obligación.

Hizo apenas seis y colapsó.

El sargento le puso la bota en la espalda, presionando sus costillas un poco por la presión.

—Hasta que llegues a cincuenta, no te levantas.

Los ojos se le llenaron de lágrimas pero, Ela siguió.

Los brazos le temblaban, los muslos regordetes parecían gelatina, las rodiallas apenas podían sostener su peso, los rollitos tiemblan como cuando le tiembla el pellejo a un caballo.

Contó hasta cincuenta entre hipos.

Después de haber logrado lo que le fue imposible, le tocó ir a ducha colectiva, esa compartida donde todas se ven entre sí.

Ela intentó cubrirse con la toalla pequeña sus rollitos y vientre suave, sus pechos caídos y flácidos comparado con la firmeza de otras y abdomen marcado, se sentía como una mosca entre las avispas en un panal, y por un momento sintió que no pudo respirar pero se forzó a tranquilizarse.

Las otras mujeres (atletas, fibrosas, tatuadas) se reían sin disimulo.

Una le tiró jabón líquido en la panza.

—“Lávate bien, que ocupas dos turnos de agua”.

Ela se quedó bajo el agua helada hasta que dejaron de mirarla.

A las 07:00, desayuno en el comedor, ella llega y camina hasta la fila para recoger su respectiva porción.

Una bandeja con avena aguada y una manzana.

Ela toma la bandeja y camina hasta una mesa aparte y solitaria, ahí se sentó sola en una esquina.

Alguien le puso una bandeja extra encima: “Para que no tengas hambre, gordita”. Eso había sido completamente innecesario, pero claro, era para verla más humillada, para más satisfacción de ellos.

Ella no tocó nada, se quedó viendo el plato con la mirada perdida, diciéndose así misma que debía aguantar las ganas de llorar.

Se levantó y salió corriendo al baño a vomitar otra vez. Esta vez, nada salió, solo eran arcadas tras otras y los ojos vidriosos por el esfuerzo.

A las 09:00, clase teórica de armamento.

Ela, sin gafas, no veía la pizarra.

El teniente preguntó:

—Velasco, ¿cuántos cartuchos lleva el cargador estándar del SIG Sauer?

Ela se quedó en blanco.

—Eh… ¿veinte?

Vuelve a escuchar las risas de todos los demás reclutas, como si disfrutaran el fracaso de lo que podría considerarse "competencia".

—Diez, idiota. Vete al fondo y haz cien sentadillas por inútil.

Ela obedeció sin excusas o quejas.

Las piernas le ardían en cada flexión, era demasiado humillante y denigrante.

Y entonces volvió a verlo.

Entró al aula sin avisar.

El Lobo de Hielo en persona.

El teniente se cuadró al instante.

Klaus paseó la mirada por el aula y se detuvo en Ela, que seguía haciendo sentadillas al fondo, roja como tomate, sudando.

—¿Qué hace esa recluta?

—Castigo por ignorancia, mi coronel.

Klaus se acercó.

Ela siguió bajando y subiendo, el corazón desbocado.

—Para, Velasco.

Ela se detuvo a medio camino, temblando.

—¿Sabes por qué estás aquí?

—P-porque… porque no sabía la respuesta, mi coronel.

—No. Estás aquí porque eres débil. Y la debilidad mata. A ti y a los que estén a tu lado.

Ela sintió las lágrimas picarle en los ojos, pero parpadeó rápidamente para espantarlas.

No lloró. No delante de él.

Klaus se agachó hasta quedar a la altura de sus ojos.

Ela pudo ver, por primera vez tan cerca, el color exacto: gris tormenta con vetas azul hielo.

—Un día vas a desear no haber nacido, Velasco.

Ela tragó saliva fuertemente, casi sonora.

—Quizá ya lo deseo, mi coronel—. susurró.

Algo cruzó los ojos de él. Algo que desapareció tan rápido como llegó.

Se levantó y se fue sin decir más, la clase continuó sin más interrupciones y Ela, pues obviamente debía terminar las sentadillas para luego organizar las sillas, al final de la clase la mandaron a asear, según por ignorancia y por lo que ya parece saber.

Esa noche, Ela escribió en el diario que escondía bajo el colchón mientras todos dormían:

“Día 2.

Lo vi de cerca.

Es más alto de lo que imaginé.

Y más cruel.

Y aun así…

Dios mío, ¿por qué me late tan fuerte el corazón cuando me mira como si me odiara?”

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