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Capítulo 4: La primera sangre.

Día 8.

Ela ya no sabía si lloraba por dolor o por costumbre. Se despertaba con la almohada mojada de tanto llorar y moquear, y se dormía con la garganta ardiendo, con la voz ronca y ese nudo que le aprieta desde dentro.

A las 04:45 la sirena volvió a taladrar el silencio.

Ela se levantó de un salto, se puso las botas a tientas y salió corriendo al patio junto con los demás.

El frío de la mañana le cortaba la piel como cuchillas, estornuda con mocos y se limpia con la manga.

Hoy era la primera prueba real de selección:

“El Circuito de la Muerte”.

Doce kilómetros de pista infernal: barro hasta las rodillas, alambradas bajas, paredes de cinco metros, ríos helados y, al final, combate simulado contra instructores, esto parecía más que todo el infierno en vida.

Ela pesaba 84 kilos, se lo recordaba la consciencia de repente cuando ve tantas cosas en y dificultades en un solo lugar. Había perdido tres en una semana vomitando y corriendo.

Pero seguía siendo la más lenta, la más torpe, la que todos miraban con lástima o con burla.

El silbato sonó.

Cien reclutas salieron disparados.

Ela corrió como si supiera que no debía quedarse atrás.

Los pulmones le ardían a los dos kilómetros.

A los cuatro se cayó en el barro y se raspó toda la rodilla izquierda.

La sangre caliente le bajó por la pierna mezclándose con el lodo frío.

Un instructor la gritó:

—¡Levántate, Velasco! ¡Aquí no hay princesitas!

Ela se levantó con esfuerzo, pero lo logró.

Siguió corriendo.

Llegó a la alambrada baja.

Los demás pasaban gateando rápido.

Ela, con su cuerpo, se quedó atascada a mitad de camino.

El alambre le rasgó tanto el uniforme como la piel de la espalda.

Un instructor la empujó con la bota en el trasero para que avanzara.

Y escuchó de nuevo esas risas burlonas.

Llegó al río. Agua a cuatro grados. Todos cruzaron nadando o corriendo. Ela se metió. El frío le cortó la respiración. Se hundió hasta la cintura, luego hasta el pecho.

Un calambre le agarró la pierna derecha y se fue al fondo, casi creyó que iba a ahogarse.

Bebió agua helada, hasta se le metió un poco en la nariz. Alguien la sacó por el pelo: el sargento Ramírez.

—¿Quieres morirte el primer mes, estúpida?

Ela tosió, aguantando las lágrimas, jo*er, lleva ocho días seguido llorando, desde que llegó, y no parece que pueda evitarlo.

—No… no, mi sargento…— Logró decir a duras penas.

La arrastraron hasta la orilla. Ela temblaba tanto que no podía ni hablar. Después de ocho horas interminables llegó la última. Cuarenta minutos después del penúltimo.

El cuerpo le pesaba como si llevara plomo en las venas, cada músculo de su cuerpo protesta en ardor y palpitaciones.

En la meta la esperaba él.

Klaus, de pie bajo la lluvia, con los brazos cruzados, y el distintivo pasamontañas empapado.

Los ojos azul-grisáceos fijos en ella como dos cuchillos.

Ela se cuadró como pudo.

El labio le temblaba, morado, casi con hipotermia.

—¿Tiempo, sargento?

—Cuarenta y dos minutos por encima del límite, mi coronel—. Logró decir con los dientes que amenazaban con castañear entre sí por el frío que pelaba.

Klaus no dijo nada durante diez segundos eternos.

Después habló tan bajo que solo Ela lo oyó:

—¿Esto es lo mejor que puedes darme, Velasco?

Ela sintió que algo se le rompía dentro del pecho.

—No… no, mi coronel. Puedo más—. eso creía ella internamente.

—¿Más? —repitió él con sorna—. Mírate. Estás sangrando, temblando y hueles a fracaso.

Ela apretó los puños. Las uñas se le clavaron en las palmas hasta hacerles media luna en la piel.

—Deme otra oportunidad, mi coronel—. Ela levanta la mirada con sus ojos grandes y marrones, casi parecía un desafío.

—Las oportunidades no se piden. Se ganan.

Se dio media vuelta y se fue.

Esa noche, en la enfermería, le cosieron la rodilla (siete puntos) y le pusieron una inyección antitetánica.

Ela no lloró mientras la enfermera le clavaba la aguja. Solo miraba el techo, con la mirada perdida, con la mente en otra parte.

Cuando salió, Irina Salazar la esperaba en el pasillo.

Tacones resonando.

—Pobrecita ballenita —dijo Irina con voz melosa—. ¿Te duele?

Ela no contestó.

Irina se acercó hasta rozarle el brazo con los dedos.

—Sabes, el coronel me comentó que eres el peor recluta que ha visto en quince años.

Ela sintió que el mundo se le caía encima e inclina la cabeza, pero apenas un poco.

—¿Quieres un consejo? —siguió Irina—. Vete. Antes de que te mate de verdad.

Ela levantó la vista casi de golpe.

Los ojos marrones como las de un cervatillo bebé casi asustado, pero brillaban con algo nuevo.

—No me voy a ir —dijo con voz ronca—. Aunque me mate.

Irina sonrió, pero esta vez la sonrisa no llegó a los ojos.

—Qué valiente. Veremos cuánto duras.

Ela apretó los puños con fuerza una vez más, pero ella no quiso hacerle caso, no pensaba caer en sus palabras aunque dolieran, aunque sirvieran para asustarla, amenazarla, así que se dió media vuelta y se fue de regreso al barracón cojeando.

Llegó, varios la miraron, pero ella no hizo caso a miradas, claro que no, ni siquiera escuchar algún que otro murmullo burlón que se oía bajito por ahí.

Se metió en su litera, se acomodó boca abajo, pensando por un momento, se escuchaban las risitas, pero ella las apagó centrándose en algo más.

Entonces, de repente saca un cuadernillo y un bolígrafo, y por primera vez escribió en su diario con letra furiosa:

“Día 8.

Hoy casi me ahogo. Apretó el lápiz tomando una pausa.

Y... hoy él me miró como si ya estuviera muerta.

Y aun así…

quiero que vuelva a mirarme, su mirada... no sé qué tiene, pero cada vez que está cerca, algo dentro de mí se despierta y es algo que casi es imposible de evitar.

Quiero, quiero que me mire, que mie siga viendo cada día aunque sea para odiarme más.”

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