Mundo ficciónIniciar sesiónEl Hércules C-130 aterrizó con un sacudón que le hizo temblar hasta los huesos y la última neurona. Ela se aferró al cinturón, el estómago revuelto por las cinco horas de vuelo y por el miedo puro.
Cuando la rampa trasera bajó, el aire helado del Pacífico Sur le pegó en la cara como una bofetada. Niebla. Solo niebla y el rugido del mar chocando contra acantilados negros, nubes oscuras como si le estuvieran advirtiendo que aún ni siquiera empezaba su verdadero sufrimiento. Un suboficial gritó: —¡Formación en diez segundos, reclutas! ¡Muévanse o los muevo yo! Ela bajó torpe casi se caía con sus propios pies, pero logró sostenerse, la mochila pesándole como si llevara piedras. Sus zapatillas civiles resbalaron en la pista mojada. Los otros veinte reclutas ya estaban en fila perfecta, hombros rectos, mentones altos. Todos hombres. Todos con cuerpos que parecían tallados para la guerra. Ela se colocó al final, intentando hacerse pequeña, invisible, pensando en que de repente venga un águila gigante y se la lleve, que exista un dragón de verdad en esta isla y se la coma, cualquier ridiculez que se invente pero no verse aquí donde sabe que no pertenece. Un sargento con cicatriz en la mejilla la miró de arriba abajo y soltó una risa seca. —¿Esto qué es? ¿La cocinera? Risas ahogadas de generales se escucharon. Ela sintió que se le encendían las orejas. Bajó la mirada. El uniforme nuevo le quedaba estrecho en el pecho y flojo en los hombros. La tela se le pegaba a la panza cada vez que respiraba. Un silbato cortó el aire. —¡Silencio! —bramó una voz femenina—. ¡Capitana Salazar al mando de la bienvenida! Una mujer alta, cabello negro azabache recogido en una trenza perfecta, tacones resonando sobre el cemento, se plantó frente a la fila. Irina Salazar. La misma que Ela había visto en fotos de la base. Parecía una modelo que se había perdido en el infierno. Irina paseó la mirada por la fila y se detuvo en Ela. Sus labios pintados de rojo se curvaron en una sonrisa cruel. —Tú. La civil. Paso al frente. Ela tragó saliva. Dio dos pasos temblorosos. —¿Nombre? —Ela… Ela Velasco, mi capitana. —Hablas cuando te hablen, recluta. Y mírame a los ojos. Ela levantó la vista. Los ojos verdes de Irina eran puro veneno. —Dicen que tu papi tuvo que rogar para que te aceptáramos. Ela sintió que se le hundía el suelo bajo los pies. —¿Eso es cierto, Velasco? —S-sí, mi capitana… —Más fuerte. —¡Sí, mi capitana! Irina soltó una carcajada. —Escuchen bien, animales. Esta es la prueba viviente de que aquí no hay privilegios. La van a tratar como a cualquiera. Peor. Porque ella no pertenece. ¿Entendido? —¡Sí, mi capitana! Irina se acercó tanto que Ela olió su perfume caro. —Tú, gorda, vas a llorar todos los días. Y cuando termines de llorar, llorarás más. Bienvenida a Isla Dragón. Después llegaron al hangar de procesamiento. Le cortaron el pelo a cero (a las mujeres también, norma de la unidad). Ela sintió las lágrimas correr mientras la máquina le arrancaba mechones castaños. Le quitaron las gafas (“aquí no hay civiles con miopía, te las devolvemos cuando seas persona”). El mundo se volvió borroso. Le entregaron botas dos números más grandes y un uniforme que le quedaba como un saco en los hombros y apretado en las caderas. La etiqueta interior decía “Talla XXL – última unidad”. Alguien soltó: “Era de un recluta que se suicidó el año pasado”. A las 18:00 horas, formación general en la plaza central. Cien hombres y mujeres en filas perfectas bajo la lluvia helada. Ela temblaba sin control. Entonces lo vio por primera vez. Un hombre alto, todo de negro, avanzando entre la niebla como si la niebla misma le tuviera miedo. Pasamontañas negro ajustado. Solo los ojos. Azul-grisáceos. Exactamente como los había dibujado. El Coronel Klaus Adler Wolff. El silencio fue tan absoluto que se escuchaba la lluvia golpear el suelo. Se detuvo frente a la tropa. Su voz era grave, con un leve acento que Ela no logró ubicar. Fría como el acero. —Soy el Coronel Adler Wolff. Aquí mando yo. Aquí no hay nombres, solo números hasta que se los ganen. Miró la fila lentamente. Cuando llegó a Ela, se detuvo tres segundos eternos. Sus ojos la atravesaron. Ela sintió que se le aflojaban las rodillas. —Recluta del final —dijo él sin alzar la voz—. Paso al frente. Ela avanzó tambaleándose. El mundo borroso sin gafas. Se detuvo a dos metros de él. —Nombre. —E-Ela Velasco, mi coronel—. su voz tembló ligeramente casi apunto de balbucear. —Edad. —Veintiún años, mi coronel. Cumplo veintidós en dos meses. —¿Y qué hace una niña civil aquí, Velasco? Ela abrió la boca. No salió nada. —Responde. —Mis… mis padres me obligaron, mi coronel. Risas contenidas en la fila. Klaus no sonrió. —¿Obligada? Aquí nadie está obligado. Aquí se viene a servir o a morir intentándolo. Se acercó un paso. Ela olió cuero y pólvora. —¿Cuánto pesas, Velasco? Ela se sonrojó hasta las orejas. —O-cho… ochenta y siete kilos, mi coronel. Más risas. —Ochenta y siete kilos de lastre —dijo él—. En mi unidad no hay lastre. Se giró hacia la tropa—. ¿Qué hacemos con el lastre, soldados? —¡Lo eliminamos, mi coronel! —gritaron al unísono. Klaus volvió a mirarla. —Te doy una semana, Velasco. Siete días para que decidas si te vas llorando a casa con papi o te quedas y aprendes a ser útil. Ela tragó saliva. —No me voy a ir, mi coronel. Por primera vez, algo parecido a una sonrisa cruel asomó bajo el pasamontañas. —Todos dicen eso el primer día. Se alejó. Ela se quedó allí, temblando bajo la lluvia, con el corazón latiéndole tan fuerte que creyó que todos lo oían. Esa noche, en el barracón femenino, durmió en la litera más alta. Alguien había escrito con marcador permanente en la pared: “Bienvenida, ballenita”. Ela lloró hasta quedarse sin lágrimas. Y en su mente, una sola imagen: esos ojos azul-grisáceos que la habían mirado como si ya la odiaran.






