La cabaña estaba cubierta de hiedra y musgo, como si el bosque hubiera intentado tragársela con los años. Nadie la había tocado desde la muerte de mi madre. Ni siquiera Giovanni. Pero algo en mi interior me impulsaba a entrar. Tal vez fuera la necesidad de respuestas. O tal vez… fuera el eco de su voz guiándome hasta aquí.
Empujé la puerta con suavidad. La madera crujió bajo mis dedos como si se quejara del abandono.
—Mamá… —susurré sin pensarlo.
Dentro, el aire olía a polvo y a hierbas secas. El hogar de piedra estaba frío, apagado desde hace años. Sin embargo, cada rincón parecía vibrar con su energía. Había frascos con flores marchitas, libros viejos apilados en estanterías torcidas y una manta tejida a mano que todavía colgaba sobre el sillón. Me acerqué y la acaricié. Olía a lavanda.
Un nudo se formó en mi garganta. ¿Cuántas veces me había sostenido en esos brazos? ¿Cuántas historias me habría contado aquí, junto al fuego, antes de que todo cambiara?
Me obligué a avanzar.
Empecé