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El que busca encuentra

La relación profesional con Adrián se volvió… difusa.

Al principio, todo era rigurosamente legal. Reuniones en mi despacho, revisión de documentos, redacción de contratos, asesorías rápidas sobre movimientos de capital e inversiones. Pero con el paso de los días, los encuentros se hicieron más informales. Más personales.

Almuerzos que se extendían en charlas largas. Llamadas nocturnas. Mensajes con dobles sentidos.

Y una tarde, simplemente me besó.

Sin previo aviso. Sin preguntas. Solo lo hizo.

Y lo peor de todo fue que lo permití.

**

—¿Estás segura de que esto es buena idea? —me preguntó Carmen, mi amiga del alma, una tarde en la cafetería.

—No —respondí, removiendo el azúcar de mi té—. Pero tampoco estoy segura de que sea mala.

—¿Desde cuándo necesitas excusas para estar con alguien?

—Desde que mi pasado dejó cicatrices que aún me arden, Carm. No sé si estoy viendo a Adrián como es… o como quiero que sea.

Ella se inclinó sobre la mesa.

—Entonces míralo sin filtros. Y si encuentras algo que no te gusta, no lo justifiques.

Asentí, pero dentro de mí ya sabía que no iba a ser tan fácil.

**

A nivel profesional, Adrián era un sueño hecho cliente. Eficiente, respetuoso de los tiempos, generoso con los honorarios. Pero había cosas que no cuadraban. Inversiones sin mucha lógica. Empresas fantasma que parecían surgir y desaparecer en semanas. Contratos encriptados con lenguaje técnico innecesario. Movimientos financieros en países sin regulación clara.

Él siempre tenía una respuesta convincente. Siempre.

Y yo, por alguna razón, no preguntaba demasiado.

**

Hasta que Daniel apareció.

Lo conocí durante una gala benéfica del bufete. Estaba cubriendo el evento para un medio digital, aunque su aspecto parecía más el de un investigador encubierto que el de un reportero de sociedad.

—Valeria Mendoza —dijo al acercarse—. La mujer que convirtió el Derecho en un arte.

Sonreí, por educación.

—¿Y tú eres…?

—Daniel Guerra. Periodista. Te he seguido por años. Profesionalmente, claro.

—Claro.

Su tono era casual, pero su mirada era otra cosa. Intensa. Observadora. Como si intentara descifrarme.

—Y dime, ¿qué investigas ahora?

—El nuevo rey Midas de los negocios: Adrián Muñoz.

Mi sonrisa se congeló.

—¿Interés profesional?

—Interés público. Nadie construye un imperio tan rápido sin levantar sospechas.

—Cuidado, Guerra. Acusar sin pruebas es peligroso.

—Por eso busco pruebas. Y, con suerte, gente que me ayude a encontrarlas.

Nos miramos unos segundos. Él fue el primero en bajar la voz.

—Solo te diré algo: cuando la verdad empieza a sangrar… siempre deja rastro.

**

Esa noche, no dormí bien.

Me repetí que Daniel solo era un periodista más buscando fama. Que Adrián no tenía nada que esconder. Que yo no era una ingenua.

Pero no podía dejar de recordar los papeles que había firmado sin leer demasiado. Las “cláusulas de confidencialidad” innecesarias. Las respuestas demasiado perfectas.

Y sobre todo… no podía dejar de pensar en cómo me miraba Adrián cuando creía que yo no lo notaba.

Con posesión. No con afecto.

**

Dos días después, me reuní con Adrián en su penthouse. La ciudad se extendía bajo nuestros pies como un tablero de ajedrez.

—Estás distraída —dijo, sirviendo dos copas de vino—. ¿Problemas en el bufete?

—No. Solo... preguntas.

—¿Preguntas?

—Sobre ti

Él sonrió, sin perder la calma.

—¿Dudas de mí?

—Dudo de todo. Es mi trabajo.

—Y es una de las cosas que más me gusta de ti —dijo, acercándose.

Tomó mi copa y la dejó sobre la mesa.

—No tienes que tener miedo, Valeria. No conmigo.

—¿Y por qué tendría que tenerlo?

—Porque a veces... amar da más miedo que perder.

Sus labios tocaron los míos con una ternura estudiada, casi coreografiada. Como si supiera exactamente qué decir y cuándo.

Y quizás sí lo sabía. Quizás eso era lo que me asustaba.

**

Una semana después, Daniel volvió a buscarme. Esta vez, en la salida del bufete.

—Solo cinco minutos —pidió, mostrando un expediente.

—Habla.

—No me interesa destruir a nadie, Valeria. Pero esto… esto huele a podrido.

Me mostró papeles. Documentos falsificados. Nombres repetidos en empresas diferentes. Firmas electrónicas clonadas.

—¿Sabías que una de las empresas para las que hiciste contratos está registrada a nombre de una mujer que murió hace dos años?

Mi garganta se secó.

—Eso no prueba nada.

—¿Y esto?

Era una fotografía. Adrián. Con una mujer. La misma que yo había visto en una de sus reuniones. Solo que en esta foto, estaban tomados de la mano. En París. Hace apenas tres meses.

—¿Quién es ella?

—Su esposa —dijo Daniel—. Oficialmente, aún no están divorciados.

**

El mundo se tambaleó bajo mis pies.

No dije nada. No podía. El aire pesaba como plomo.

Daniel no insistió. Me dio su tarjeta.

—Cuando quieras saber más… sabrás dónde encontrarme.

Se fue. Y me dejó sola.

Pero ya no podía convencerme de que todo era perfecto.

Porque ya había visto demasiado.

Y cuando ves… ya no puedes volver a cerrar los ojos.

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