El miedo cambia de forma cuando sabes que ya no es una posibilidad, sino una certeza.
Esa tarjeta sobre mi cama era el equivalente a un rugido: Adrián sabía que lo enfrentaba, y me lo dejaba claro sin siquiera tocarme. No necesitaba gritar. Con un mensaje de seis palabras me recordó que seguía teniéndome a su merced. O al menos, eso creía él. Pero lo peor no fue el mensaje. Fue el saber que había entrado. Había estado allí. En mi espacio. Entre mis cosas. Y yo no lo vi venir. ** Daniel insistió en que me mudara a un lugar seguro. Lo hice al día siguiente. Un apartamento prestado por una colega suya, en un edificio sin cámaras, sin porteros. Anónimo. Temporario. —Desde ahora, todo es compartimentalizado —me explicó mientras me ayudaba a mover un par de cajas—. Tus dispositivos tienen doble encriptación. Usamos nuevos correos. Y si te contactas con alguien, incluso por algo personal, me avisas. —¿No crees que es un poco extremo? Daniel me sostuvo la mirada. —¿Después de lo que pasó anoche? No respondí. Tenía razón. ** Las represalias no tardaron en llegar. Primero fue Mariana, la periodista que nos había ayudado con la grabación falsa. Su cuenta de banco fue congelada por una supuesta "investigación tributaria". Luego, la abogada que estaba revisando los papeles de las estafas de Adrián recibió una demanda por difamación… con pruebas manipuladas. Daniel recibió amenazas veladas. Correos anónimos con capturas de su familia, direcciones, rutinas. Todo de acceso privado. Y yo… yo comencé a recibir llamadas en la madrugada. Sin voz al otro lado. Solo respiración. Pesada. Intimidante. ** Una mañana, justo cuando terminaba de desayunar en el apartamento oculto, sonó el timbre. Me paralicé. Nadie sabía que estaba allí, salvo Daniel y su contacto. Tomé un cuchillo de la cocina antes de acercarme. —¿Quién es? Silencio. Pero debajo de la puerta… algo se deslizó. Una hoja. Me agaché lentamente y la recogí. Era una foto impresa. Una captura de mí y Daniel en el café donde lo conocí por primera vez. Desde lejos. Enfocada. Clarísima. Al reverso, una frase escrita con marcador rojo: "Siempre estás más cerca de lo que crees." ** Esa noche, Daniel y yo nos encontramos en un estacionamiento subterráneo. —Nos está cazando —dije, sin más. —Sí. Pero eso significa que está perdiendo el control. Solo ataca así cuando se siente acorralado. —¿Y qué hacemos? —Le damos un golpe. Público. Certero. Algo que no pueda ignorar. —¿Una denuncia? Daniel negó con la cabeza. —Más que eso. Necesitamos una figura. Alguien que esté dispuesto a enfrentarlo en los medios. Que tenga peso. Que no pueda ser silenciado con dinero o amenazas. Lo pensé por un instante. Y la imagen vino sola. —La jueza Ramírez. —¿La de delitos económicos? Asentí. —Ella odia a Adrián. Nunca lo pudo procesar por falta de pruebas. Pero si le damos lo que tenemos… y una razón para moverse… Daniel sonrió por primera vez en días. —Entonces hagámoslo. ** Esa semana fue una carrera contra el tiempo. Preparamos un dosier limpio, resumido y respaldado. Incluimos las pruebas, grabaciones, conexiones y un testimonio anónimo (aunque todos sabíamos que era el mío). Mariana, a pesar de los ataques, aceptó ser intermediaria y concertó una reunión privada con la jueza. Yo no fui. No podía arriesgarme. Pero cuando Daniel volvió esa noche, lo supe en su mirada. —¿Y bien? —Está dentro. —¿Qué significa eso? —Que iniciará una investigación formal. Que va a congelar cuentas y pedir acceso a los registros de Adrián. Y que no le avisará hasta que ya sea tarde. Un nudo de emoción me subió al pecho. —¿Es esto real? —Sí. Comenzamos la caída. ** Pero al día siguiente… recibí un sobre. Sin remitente. Dentro, un USB. Y una nota: “Aún no sabes todo lo que has hecho. Mira esto. Y luego decide si quieres seguir fingiendo que eres la heroína.” Inserté el USB en una laptop aislada. Era un video. Camila. Llorando. Encerrada en lo que parecía ser un cuarto sin ventanas. Y una voz de fondo. De Adrián. “¿Cuántas veces tengo que enseñarte que el juego solo termina cuando yo lo decido?” Sentí el corazón estallar. Mi prima… mi traidora… Era ahora su rehén. ** —¿Qué haremos? —pregunté a Daniel, después de mostrarle el video. Él respiró hondo, luego respondió con una frialdad que nunca le había escuchado: —Vamos a salvarla. Pero después, vamos a destruirlo.