EL JUEGO DEL ENGAÑO
EL JUEGO DEL ENGAÑO
Por: Adri:D
Sombras elegantes

Dicen que el pasado no define a una persona, pero eso solo lo dicen quienes no tienen nada que ocultar.

Yo lo tengo.

Llevo años vistiendo trajes de diseñador, pronunciando palabras medidas, mirando a los ojos con firmeza y construyendo una reputación que me ha costado más de lo que estoy dispuesta a admitir. Me llamo Valeria Mendoza, tengo treinta y cuatro años, y soy una de las abogadas corporativas más reconocidas de la ciudad.

Pero no siempre fui esta mujer.

Hubo un tiempo en el que no sabía cómo disimular un moretón, en el que el miedo dormía al pie de mi cama y se despertaba antes que yo. Un tiempo donde amar era sinónimo de rendirse. De callar. De sobrevivir.

Ese pasado está guardado. Enterrado en una caja emocional que solo yo sé dónde se encuentra. Nadie, ni siquiera mi círculo más cercano, conoce ese capítulo de mi historia. Y así pensaba dejarlo. Intacto. Lejano. Muerto.

Hasta que conocí a Adrián.

**

Era una mañana fría de septiembre. Mi asistente entró a la oficina con una sonrisa nerviosa y una tarjeta en la mano.

—Te busca el señor Adrián Muñoz. Dice que viene sin cita, pero… que es importante.

Fruncí el ceño. Ese nombre me sonaba vagamente, pero no logré ubicarlo. Asentí.

—Hazlo pasar.

Adrián entró como quien ya pertenece al lugar. Alto, impecable, con una presencia que podía llenar un auditorio sin decir una palabra. Su traje era de los caros, pero no ostentoso. Su perfume tenía un equilibrio elegante, casi seductor. Y sus ojos… eran una mezcla desconcertante de calidez y cálculo.

—Señorita Mendoza —dijo, tendiéndome la mano—. Es un honor al fin conocerla.

—El honor será mío si me explica quién es usted y qué lo trae sin cita previa.

Rió, suave. Como si le divirtiera que alguien aún pusiera límites.

—He leído todos sus casos importantes. Me interesa contratar sus servicios para una expansión empresarial. Discreta, por supuesto.

—¿Y qué tipo de expansión?

—Uno que podría rozar lo legal… o no, dependiendo de qué tan buena sea usted con los vacíos jurídicos.

Mi mirada se endureció, pero él alzó las manos con un gesto conciliador.

—Bromeo, Valeria. Solo bromeo. Pero en serio, necesito a la mejor. Y usted tiene fama de no dejar cabos sueltos.

Estudié su rostro unos segundos. Había algo magnético en él. Pero también… algo que me hacía poner los pies en guardia.

—Déjeme revisar su propuesta. Luego decidiré si lo represento.

—Perfecto —dijo, sonriendo—. Me encanta una mujer que se toma su tiempo para decir sí.

**

Las siguientes semanas, Adrián se volvió una constante en mi entorno. Llamadas amables. Correos con propuestas claras. Invocaba legalidades complejas con la misma facilidad con la que hablaba de vinos o arquitectura. Siempre educado. Siempre encantador.

Y un día, me invitó a cenar.

No como cliente. No como empresario.

—Como alguien que admira profundamente tu inteligencia —dijo.

Yo acepté. No por admiración. No por interés.

Acepté porque una parte de mí —esa parte que creía enterrada— se estremeció ante su voz grave al pronunciar mi nombre.

**

Esa noche fue… peligrosa.

Y no por lo evidente.

Cenamos en un restaurante exclusivo, donde los camareros nos trataban como si fuésemos de la realeza. Adrián hablaba y sabía escuchar. Me miraba como si entendiera el peso que llevo en los hombros, y como si pudiera aligerarlo sin esfuerzo.

—¿Siempre fuiste así de perfecta? —preguntó de pronto.

Me tensé. Sonreí.

—¿Perfecta? No. Solo funcional.

—No me mientas —dijo, bajando la voz—. Puedo reconocer cuando alguien construyó su propia armadura.

Lo miré, en silencio.

—¿Y tú? ¿Qué armas escondes bajo ese traje?

—Yo no me escondo, Valeria. Lo que ves… es lo que obtienes.

Mentira.

Una mentira dicha con tanta naturalidad, que casi suena como verdad.

**

Cuando regresé a casa esa noche, lo primero que hice fue cerrar todas las puertas, como si Adrián pudiera colarse por alguna rendija y tocar algo que no quiero que nadie toque.

Y aún así, no pude evitarlo: sonreí.

Era extraño.

Desde hacía años no sentía esa chispa de inquietud, de peligro disfrazado de encanto. Sabía que debía alejarme. Que no era prudente.

Pero el corazón tiene memoria. Y a veces, también tiene sed.

**

A la semana siguiente firmé el contrato con él.

No fue por el dinero.

Fue porque algo en su mirada me desafiaba a descifrarlo.

Porque una parte de mí, la que aún sangra en silencio, creyó que podía controlarlo.

Nunca imaginé que ese hombre no venía a contratarme.

Venía a arrastrarme de nuevo… al juego del engaño.

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