La jaula dorada

Cuando abrí los ojos, la primera sensación fue humedad. No por agua, sino por el aire espeso, cargado de encierro y silencio. Un zumbido agudo perforaba mis oídos, como si todo a mi alrededor hubiera sido amortiguado, distorsionado.

Estaba en una habitación sin ventanas, apenas iluminada por una lámpara en el techo que titilaba con intermitencia. Las paredes eran de concreto. Sin muebles. Solo una silla y una cámara en una esquina.

Intenté moverme.

Estaba atada.

Muñecas y tobillos.

Con cuidado, giré la cabeza.

Y allí estaba él.

Adrián.

Sentado frente a mí.

Con la misma sonrisa con la que me sedujo la primera vez… solo que ahora, la máscara había caído.

—Buenos días, Valeria —dijo con calma, como si habláramos en una cafetería—. Dormiste bastante.

Quise escupirle. Quise gritar.

Pero mi garganta estaba seca. Mis palabras, atrapadas en la furia.

—¿Qué quieres? —logré decir al fin.

—Qué pregunta tan absurda viniendo de ti. Quiero lo que siempre he querido: control. Orden. Silencio. Tú te convertiste en un problema… y los problemas se resuelven.

—¿Matándome?

Rió.

—¿Matarte? No, no tan rápido. Eres valiosa. Aún puedes ser útil. O, al menos, una buena moneda de cambio.

—¿Por Camila?

—Por Camila. Por Daniel. Por la jueza. Por todos esos idiotas que creyeron poder hundirme. Tú eres el comodín perfecto. A ti no puedo comprarte… pero puedo encerrarte. Callarte. Usarte.

Me acerqué con los ojos, encendiendo mi rabia como un faro.

—¿Y luego qué? ¿Me dejas aquí hasta que me vuelva loca?

—No, Valeria. No necesito tanto. Un par de días más. Una pequeña transmisión para que el mundo vea que “te arrepentiste”. Una confesión pública, un video editado, unas lágrimas bien puestas. Después de eso, te dejaré ir. O no. Eso dependerá de ti.

**

El encierro distorsiona el tiempo.

No sé cuántas horas pasaron después de esa conversación. Tal vez fueron días. Tal vez solo una noche. Me traían comida una vez cada tanto. No hablaban. No me miraban.

Pensé en Daniel. En si me estaría buscando. En si sabría dónde empezar.

Pensé en Camila… y en cuánto de ella seguía siendo familia.

Y, sobre todo, pensé en la cámara.

La pequeña cámara en la esquina.

Siempre encendida. Siempre observando.

Un error.

Porque si alguien me miraba, entonces podía hablarles.

Podía fingir.

Y si fingía bien, podría ganar tiempo.

**

La noche siguiente, cuando Adrián volvió, lo esperé sentada. Erguida. Serena.

—Estaba pensando… —empecé, midiendo cada palabra—. Tal vez tengas razón.

Él arqueó una ceja.

—¿Ah, sí?

—Estoy cansada. De huir. De pelear. Nada ha salido como quería.

Se acercó lentamente, como un animal que huele la trampa.

—¿Y qué propones?

—Haz tu video. Píntame como la loca, la resentida, la ex despechada. Dilo todo. Pero después… déjame desaparecer.

Adrián me miró, como si aún no decidiera si reírse o creerte.

—Sabes actuar muy bien, Valeria. Es lo que me gustó de ti al principio.

—No estoy actuando —mentí con frialdad.

—Claro —susurró, y se inclinó hasta estar a centímetros de mi cara—. Pero por si acaso… si haces algo estúpido, lo pagarás tú. Y Camila.

Eso me quebró un poco por dentro. Solo un poco. Lo suficiente para que fuera creíble.

**

El video se grabó esa madrugada.

Bajo presión. Bajo amenaza.

Dije lo que quiso que dijera. Que había manipulado pruebas. Que la jueza Ramírez tenía una vendetta personal. Que Daniel me usó para vengarse de Adrián por un artículo antiguo.

Cada palabra era un puñal en mi garganta.

Pero cada pausa, cada gesto, estaba calculado.

Y lo sabía.

Porque la cámara original seguía allí. Pero también había una segunda.

Escondida.

La había visto entre los cables, en una esquina mal disimulada del techo. Era distinta. Nueva.

Y no era de Adrián.

Era de Daniel.

**

Lo entendí en ese instante.

Daniel nos había encontrado.

O mejor dicho, me había encontrado. Y estaba grabando todo.

Mi supuesta confesión. Las amenazas veladas. La habitación. Las condiciones.

Él lo vería.

Y sabría que no me había rendido.

**

Esa noche, cuando Adrián se fue, me dejaron sola. Cerraron la puerta con doble traba. Pero ya no tenía miedo.

Tenía una certeza.

Él vendría por mí.

Y yo estaría lista.

Porque la jaula ya no era mi prisión.

Era su trampa.

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