La jaula dorada

Cuando abrí los ojos, la primera sensación fue humedad. No por agua, sino por el aire espeso, cargado de encierro y silencio. Un zumbido agudo perforaba mis oídos, como si todo a mi alrededor hubiera sido amortiguado, distorsionado.

Estaba en una habitación sin ventanas, apenas iluminada por una lámpara en el techo que titilaba con intermitencia. Las paredes eran de concreto. Sin muebles. Solo una silla y una cámara en una esquina.

Intenté moverme.

Estaba atada.

Muñecas y tobillos.

Con cuidado, giré la cabeza.

Y allí estaba él.

Adrián.

Sentado frente a mí.

Con la misma sonrisa con la que me sedujo la primera vez… solo que ahora, la máscara había caído.

—Buenos días, Valeria —dijo con calma, como si habláramos en una cafetería—. Dormiste bastante.

Quise escupirle. Quise gritar.

Pero mi garganta estaba seca. Mis palabras, atrapadas en la furia.

—¿Qué quieres? —logré decir al fin.

—Qué pregunta tan absurda viniendo de ti. Quiero lo que siempre he querido: control. Orden. Silencio. Tú te
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