El aire tenía un sabor distinto cuando entré en su oficina.Adrián estaba de espaldas, mirando por el ventanal que dominaba toda la ciudad, como si fuera suya. Su figura, tan segura y perfectamente encorvada sobre el mundo, me pareció, por primera vez, ajena. Peligrosa.—¿Valeria? —dijo, sin girarse—. ¿Vienes a almorzar conmigo o a decirme que me extrañaste?—Ni una ni otra —respondí con frialdad—. Necesitamos hablar.Él giró lentamente. Su rostro seguía siendo el mismo: encantador, sereno. Pero ahora, debajo de esa perfección, yo veía otra cosa. Frialdad. Cálculo. Mentira.—Suena serio —dijo, caminando hacia su escritorio—. ¿Ha pasado algo?Me mantuve de pie. No me ofreció asiento. Y no lo habría aceptado aunque lo hiciera.—He revisado los contratos. Los movimientos. Las empresas. Los nombres.Hubo una pausa de apenas un segundo, pero en su mundo de control absoluto, ese segundo lo traicionó.—¿Qué estás diciendo?—Estoy diciendo que sé lo que estás haciendo, Adrián. Que has usado m
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