Las manos de Felipe temblaban, la rabia corriendo como fuego por sus venas. El bastón eléctrico vibraba entre sus dedos, y su mirada era la de un hombre dispuesto a perderlo todo por justicia.
—¡Felipe, no! —gritó Isabela, corriendo hacia él, la voz tomada por la desesperación—. ¡Amor, por favor, tú no eres así! ¡Suéltalo!
Pero él no escuchaba. Su mundo se reducía a esa escena: al cuerpo retorciéndose frente a él, a las risas burlonas de los hombres que se habían alimentado del sufrimiento de la mujer que amaba. Cada segundo avivaba más el impulso de aumentar la descarga, de hacerlos pagar.
Entonces Isabela lo rodeó por detrás, abrazándolo con los brazos trémulos. Apoyó el rostro contra su espalda, las lágrimas empapando su camisa.
—¡Felipe! —su voz salió quebrada, pero cargada de sentimiento—. Escúchame, por favor… Te amo porque eres un hombre bueno. No dejes que esa basura te convierta en alguien como él. No manches tus manos, vida… te necesito completo, no con sangre en las manos.