Durante los tres primeros años de prisión, Sabrina creyó que solo le quedaban el dolor, el arrepentimiento y la culpa. Cada día era un peso, cada noche un abismo. Se movía entre rejas como quien arrastra cadenas invisibles, convencida de que su vida había terminado allí.
Pero fue en ese tiempo oscuro cuando algo inesperado surgió: las miradas. Al principio discretas, luego más prolongadas, venían de Mauricio, el director del penal. Un hombre intocable, la máxima autoridad, respetado y temido por todos. Ella sabía que era prohibido —todos lo sabían—, y aun así, había algo en esa mirada que parecía atravesar el uniforme, los muros y hasta las culpas que cargaba.
En aquel mundo hecho de hierro y silencio, Mauricio se convirtió para Sabrina en aquello que ella creía no merecer más: una chispa de luz en medio de la oscuridad.
Durante un año entero hablaron sin prisa. Mauricio quería conocer a la verdadera Sabrina, no a la reclusa marcada por la culpa y las cicatrices. Veía a la mujer detrá