Mauricio soltó una risa suave, casi aliviada, antes de besarle la frente con devoción.
—Gracias, amor. No tienes idea de lo que este “sí” significa para mí. Es la mayor victoria de mi vida.
Pasó un año en el que ambos se limitaron a besos robados, largos, ardientes, cargados de un deseo contenido. Cada encuentro era una lucha entre lo que sentían y lo que sabían que estaba prohibido. Era como si ese control fuera la delgada línea que los mantenía en pie dentro de las reglas silenciosas de la prisión.
Pero aquella tarde, en la sala cerrada, Sabrina ya no resistió más. Había algo en sus ojos que pedía entrega, y Mauricio no pudo contenerse. El aire se volvió espeso; el corazón de ella latía con una mezcla de miedo y valentía. La adrenalina le ardía en las venas, y el sabor agridulce de lo prohibido solo intensificaba el momento.
Mauricio la envolvió con la fuerza de quien había esperado demasiado, pero también con el cuidado de quien sabe que tiene entre las manos algo irremplazable. Su