Tres días después, el silencio en la habitación que se había convertido en una prisión era cortante. La madrugada había sido larga, pesada, marcada por un frío húmedo que se colaba por las rendijas de las paredes. El cuerpo de Isabela, encogido en un rincón, le dolía por completo. Sus muñecas estaban marcadas por el apretón de las cuerdas y el olor a sangre seca impregnaba su piel. No sabía si temblaba más por el frío o por la mezcla de miedo y odio que le quemaba por dentro.
El ruido de unos pasos resonó en el estrecho pasillo. Pesados, firmes. El dueño de la colina se acercaba. Ella cerró los ojos por un instante, tratando de prepararse para lo que vendría.
La puerta se abrió con un chirrido metálico. Sin decir una palabra, él entró. En la mano, un balde. Antes de que ella pudiera reaccionar, el agua helada cayó sobre su cuerpo, arrancándole un grito agudo.
— Despierta, ricachona —su voz cortó el aire como una navaja, cargada de autoridad—. Duermes demasiado.
Isabela jadeaba, co