Arthur la llamó, su voz aún somnolienta, buscándola con la mirada.
Silencio.
Tomó el celular del velador y llamó a Cleide.
—Cleide, ¿Zoe está en la cocina? —preguntó, con la ansiedad creciendo en el pecho.
—No, señor. Se fue temprano. Salió antes de que yo empezara a preparar el desayuno. Dijo que necesitaba ir a su casa —respondió con cautela.
Arthur colgó sin decir nada más. Inmediatamente llamó a Zoe. Una, dos, tres veces. Sin respuesta.
En el cuarto intento, llegó una notificación: un mensaje de ella. Respiró hondo y lo abrió.
> “Arthur, perdóname por irme sin avisar. Necesito un tiempo. Tengo la cabeza hecha un lío. Déjame respirar un poco.”
Arthur leyó y releyó aquellas palabras. Luego arrojó el celular sobre la cama, frustrado. Sentía el pecho apretado, la respiración pesada. Sabía que esa noche había removido cosas en ambos… pero no esperaba que ella huyera así.
Mientras tanto, Zoe, al otro lado de la ciudad, caminaba de un lado a otro en su apartamento. Necesitaba hablar con