Habían pasado algunos días desde aquel momento mágico y aterrador en que Celina dio a luz a sus hijas gemelas. Ahora, la habitación de la maternidad tenía un aire distinto. Era hora de partir. Hora de dejar ese lugar atrás y comenzar una nueva vida... una vida como madre.
Celina estaba sentada en el sillón junto a la ventana, contemplando la luz suave de la mañana que se filtraba en el cuarto. En los brazos sostenía a Antonella, que dormía plácidamente. La otra bebé descansaba en la cuna, ya lista para la salida: un vestidito lila con lazos delicados y una manta a juego. Su hermana llevaba uno rosa, con detalles de perlas y volantes finísimos. Las dos parecían muñecas de porcelana.
Emma estaba junto a su hija, agachada, ajustando con cuidado el zapatito de Antonella.
—Mamá… tienes tanta práctica —dijo Celina con una sonrisa entre la admiración y el temor—. Me da miedo lastimarlas… ¡Son tan frágiles, por Dios!
Emma sonrió con ternura, levantando la vista de su nieta hacia la hija.
—Hij