Al día siguiente, Celina estaba en su habitación terminando de arreglarse para ir al centro comercial cuando su celular sonó. Miró la pantalla: era el número de César. Sin dudar, rechazó la llamada. El teléfono volvió a sonar. Volvió a rechazar. A la tercera vez, suspiró con irritación y contestó.
—¿Qué quieres, César? —dijo con frialdad.
—Buenos días para ti también, esposa —respondió él con un tono burlón.
—Ya no soy tu esposa —replicó, firme.
—Mientras lleves mi apellido, lo serás —retrucó él con autoridad—. Necesitamos hablar. Te mandé la dirección. Encuéntrame en una hora. Solo después de esa conversación firmaré el divorcio. Si no vienes, haré todo para que ese divorcio nunca salga.
—No tenemos nada más que hablar, César. Tengo un excelente abogado. Con que quieras o no, ese divorcio va a salir.
—¿El abogado que Thor te consiguió? Demasiado blandito, querida. Necesitas a alguien muy bueno para derribarme. Te espero en una hora.
Colgó antes de que ella pudiera responder. Con una