La sonrisa de Celina desapareció.
Miró fijamente la pantalla del celular, donde el número de César parpadeaba junto a la notificación de mensaje. Sus manos se enfriaron por un instante, pero respiró hondo antes de abrir el contenido.
> “Necesitamos hablar.”
Bufó, negando con la cabeza, y murmuró para sí misma:
—No tenemos nada de qué hablar, César.
Sin titubear, borró el mensaje. No le permitiría desestabilizarla.
Ya era de noche cuando, en su lujosa oficina en lo alto de uno de los edificios más imponentes de São Paulo, César firmaba documentos, tratando de enterrarse en el trabajo para calmar la ira creciente. El odio hacia Celina lo consumía. Ella lo había ignorado. No estaba acostumbrado a ser ignorado. Y mucho menos por ella.
La puerta se abrió de golpe, con un estruendo.
—¡Debes estar bromeando conmigo, César! —Isabela irrumpió como una tormenta, gritando.
Sin levantar la vista de los papeles, él respondió con monotonía:
—Isabela, no tengo tiempo para ti.
Ella avanzó hasta el es