Una de las últimas fotos mostraba a los dos mirándose, riéndose de algo que solo ellos parecían entender. Era íntimo. Era cómplice. Era inaceptable.
Thor tomó esa foto y, con un movimiento brutal, la arrugó con fuerza en la palma de la mano.
—Maldita seas —gruñó con voz baja, gutural.
El silencio en el despacho era denso, casi palpable. Se recostó en la silla, dejó el sobre sobre la mesa y se pasó las manos por el rostro como si quisiera arrancarse la piel. La imagen de Celina riendo con Gabriel seguía quemada en sus ojos, como un fantasma que no lo dejaría en paz.
No era solo rabia. Era dolor. Era pérdida. Era algo más profundo de lo que jamás admitiría en voz alta.
Durante unos segundos permaneció inmóvil. Después, lentamente, se levantó. Volvió a la pared de vidrio una vez más. São Paulo, a lo lejos, ahora parecía insignificante. Toda su atención estaba a miles de kilómetros, en una ciudad que no dormía, donde Celina despertaba a una nueva vida sin él.
La había perdido. Y no sabía