Cuando Zoe salió de la cocina con el pastel aún caliente, el aroma invadió el apartamento. La cobertura resbalaba por los costados y el interior estaba esponjoso, dorado, perfecto. Celina cortó un trozo pequeño, con cuidado, y lo probó. Era como un abrazo convertido en comida.
—Está maravilloso —dijo, emocionada—. Y lo mejor... no me está cayendo mal.
Zoe se sentó a su lado, orgullosa.
—¿Sabes por qué? Porque hoy estás ligera. Tu mente está en paz. Eso lo cambia todo. Los bebés están bien. ¡Ellos sienten todo!
Alrededor de las diez de la noche, Zoe anunció:
—Hoy es día de confort y pereza. Voy a pedir algo que te va a encantar. Nada de comida sana esta noche. Solo por hoy, vamos a darnos un capricho.
Celina sonrió y asintió. Cuarenta minutos después, las dos estaban sentadas en el suelo de la sala, con la mesa baja cubierta de envoltorios, refresco, jugo, papas fritas y carcajadas.
Era casi medianoche cuando Zoe decidió irse.
—Duerme aquí —sugirió Celina.
—Hoy no. Mañana tengo que tra