La mañana amaneció tranquila en la cabaña. El fuego de la chimenea aún dejaba brasas rojas y el canto de los pájaros se colaba por la ventana. En la cama, Lissandro estaba desnudo, con Annabel acurrucada contra su cuerpo, como si nunca hubiera querido soltarlo. Su pierna descansaba sobre su pelvis, su brazo rodeaba su cintura y su rostro se apoyaba en su pecho, respirando suave.
Él permanecía despierto, con los ojos fijos en el techo, mientras acariciaba lentamente la piel suave de su espalda. Aspiró su aroma, ese perfume dulce y natural que lo enloquecía. Sentía que cada respiro suyo lo marcaba más, lo ataba más fuerte a ella.
Su corazón ardía en silencio con una lucha feroz:
¿Debía devolverla a su hermano, como habían acordado? ¿Podría soltar a la única mujer que alguna vez lo hizo sentir humano? ¿Lo amaría Annabel cuando descubriera que él no era Leandro? ¿O lo odiaría por haberla engañado?
Su instinto de mafioso le gritaba que se quedara con ella, que la hiciera suya para siempre.