La puerta del departamento se abrió con el sonido característico de las llaves girando. Joaquín fue el primero en entrar, con su paso relajado y los hombros tensos tras un día largo. A su lado, Lissandro caminaba en silencio, su mente todavía dando vueltas por lo que había descubierto sobre Vittorio. Pero el aroma que flotaba en el aire los detuvo de inmediato.
—¿Hueles eso? —murmuró Joaquín, alzando la nariz con fingido dramatismo—. ¿Es… ajo? ¿Albahaca? ¿Postre?
—A mí me huele a trampa —dijo Lisandro en voz baja, pero con una sonrisa inevitable en los labios.
Y entonces la escena se desplegó ante ellos.
Lucía apareció desde el pasillo de la cocina, con el delantal torcido, el pelo en una trenza desordenada y una sonrisa radiante. No dijo nada. Solo corrió hacia Joaquín, quien, sin pensarlo dos veces, dejó caer su abrigo al suelo y la recibió en brazos.
—¡Hola, preciosa! —exclamó él, girándola en el aire mientras ella reía como una niña.
—Hola, amor. Cocinamos para ustedes —dijo Lucía