La lluvia no cesaba. El auto avanzaba por la carretera de los suburbios con los limpiaparabrisas marcando un compás frenético. Anna apenas veía el camino; las lágrimas empañaban sus ojos y el corazón le latía con tanta fuerza que sentía que le iba a romper el pecho. Solo quería huir. Huir de la verdad que había escuchado con sus propios oídos, de las imágenes de Leandro y Lissandro enfrentados, de la traición que la perseguía en cada respiración.
Cuando por fin reconoció la calle de la casa de su amiga Lucía, estacionó sin pensar. El motor se apagó, y quedó un silencio denso, roto solo por el golpeteo de la lluvia contra el techo del coche. Bajó temblando, sin paraguas, sin abrigo, caminando por el sendero hasta la puerta.
Golpeó una vez. Dos. Tres.
La puerta se abrió de golpe.
—¡ANNA! —la voz de Lucía fue un grito cargado de susto y sorpresa—. ¡MlERDA, qué haces acá!
Anna no respondió. Se desplomó contra ella, llorando sin control. Lucía apenas alcanzó a cerrarla puerta antes de abr