Gemelos idénticos, pero diferentes.
Anna salió de la oficina casi tambaleando. Los gritos aún resonaban en su cabeza: “nos has robado”, “no tienes derecho a llamarte mi hijo”. La imagen de Leandro discutiendo con sus padres, con los ojos inyectados de furia, la dejó helada.
Bajó por el ascensor con la respiración agitada, y al salir a la calle sintió que el aire le pesaba en el pecho. No entendía nada. Ese no era el hombre que había amado en las últimas semanas. Ese no era el Lio que le cantaba al oído, que la abrazaba fuerte por las noches, que la miraba como si fuera lo único que existía en el mundo.
Condujo hasta el departamento con las manos temblorosas sobre el volante. Cada semáforo, cada bocina de los autos, le sonaba distante, como si estuviera atrapada en una pesadilla.
Al entrar, el aroma a hogar aún permanecía en las paredes: las flores que él le había regalado, los platos de la cena anterior aún en la cocina. Se dejó caer en el sofá, con el corazón apesadumbrado, llevándose las manos al rostro.
—¿Qué está pas