Días después
El silencio en la guarida de Ferrer fue interrumpido por el sonido apresurado de botas.
Rinaldi irrumpió en el salón con una sonrisa triunfal. Sudaba, pero no era miedo: era emoción.
—¡Jefe! ¡Tenemos algo!
Vittorio levantó la vista desde su cigarro, con los ojos entornados y la mandíbula marcada por el insomnio.
—¿Qué cosa? ¿Alguien cazó a Lissandro?
—No, señor. Esa estrategia no funcionó. Nadie quiso meterse con San Marco. Apenas pusimos el aviso, fue bloqueado por un pez más grande: el señor de Filippi. Y nadie se enfrenta a él. Así que nuestro aviso no rindió frutos. Pero tengo algo mejor. Mire…
Rinaldi se acercó y arrojó sobre la mesa una carpeta. Las fotografías se deslizaron como cartas de póker bien jugadas.
—Nuestros informantes vieron a Lissandro mover a una mujer hacia la mansión de su hermano muerto, en la madrugada. Todo indica que es su esposa Anna. Está oculta bajo un abrigo, pero el cabello, la altura, el modo de andar… todo coincide.
Vittorio se inclinó s