La risa de Leandro resonó como una daga en la sala. Vittorio, apoyado contra el suelo frío, miraba a ambos con los ojos desorbitados, aún con la mano sangrando y el orgullo hecho añicos. Todo en él olía a derrota: la ropa arrugada, el cigarro apagado en el suelo, esa furia que ya no encontraba salida.
—¿Qué vas a hacer, San Marco? —masculló Vittorio, tratando de recuperar dignidad entre gruñidos—. Crees que con esto… —hizo un gesto hacia la escena—… me borras. No tardarán en venir por mí.
Lissandro se acercó despacio, con la calma de quien disfruta ver caer la máscara del enemigo. No fue una caminata arrogante; fue una marcha contenida, como quien se aproxima al borde de un precipicio sabiendo que no hará ruido.
De un golpe lo tumbó al piso, lo tomó de la camisa y lo siguió golpeando con ferocidad. Azotó su cabeza contra el frío mármol del suelo.
—Así te atreviste a golpear a mi esposa. Le diste un puñetazo en la cara y la azotaste contra el suelo. Estuvo inconsciente por más de seis