Agatha estaba en el orfanato, pero su mente no dejaba de dar vueltas.
Al terminar sus tareas, decidió ir al centro comercial.
La mansión de Leandro era elegante, sí, pero fría, sin alma.
Quizás si le daba su toque, se sentiría más… viva.
Pasó por varias tiendas: compró jarrones, cuadros, floreros, algunas telas.
Cada cosa que elegía tenía color, calidez, vida.
Al llegar a la mansión, lo hizo antes que Leandro.
—Señora… —la saludó el ama de llaves.
—Señorita —corrigió Agatha con una sonrisa—, no me he casado aún, y no pienso hacerlo.
—Señorita —repitió la mujer, apenada.
—Traje algunas cosas. Me gustaría poner floreros y pequeños adornos.
—El señor dejó estricta indicación de que... si usted quería botar una pared, lo hiciéramos. Así que puede hacer lo que quiera, señorita.
—¿De verdad dijo eso?
—Sí, señorita.
Agatha sonrió sorprendida. Pidió al taxista que esperara mientras los empleados bajaban las bolsas y cajas.
Luego encendió música de Linkin Park y comenzó a decorar.
Los jarrones