La ciudad dormía bajo un cielo encapotado, las luces titilaban como si dudaran permanecer encendidas. Desde lo alto del mirador de San Lucca, la vista era perfecta: rascacielos en la distancia, autos como luciérnagas en movimiento, y un silencio tan absoluto que hasta se podía escuchar el palpitar de los corazones.
Fuera del vehículo, Lissandro miraba al frente, apoyado en el capó del auto con las manos metidas en sus bolsillos, sin hablar. El abrigo abierto. La mandíbula tensa.
A su lado, Leandro, aún con el brazo enyesado y varias costillas sanando bajo la ropa, respiraba con dificultad, pero con los ojos clavados en el horizonte igual que su gemelo.
—Lissandro —comenzó, con voz ronca—. Yo siempre me arrepentí de lo que pasó cuando niños.
El silencio se mantuvo unos segundos.
—Jamás esperé que nuestros padres fueran tan drásticos en alejarte de mí —continuó—. No hubo un solo día que no extrañara jugar contigo. No lo digo por lástima. Yo te quería, de verdad. Te extrañaba.
Lisandro