VITTORIO FERRER
El despacho estaba hecho trizas.
Las cortinas de lino carísimo estaban rasgadas. Una lámpara de mármol yacía destrozada contra el suelo, reducida a esquirlas. La alfombra persa tenía manchas de vino, whisky… y sangre. Su propia sangre, de los nudillos abiertos tras golpear la pared.
Vittorio Ferrer caminaba de un lado a otro como un animal enjaulado. El ceño fruncido, las venas tensas en el cuello, la respiración agitada. Un cigarro a medio consumir colgaba de sus labios, temblando con cada exhalación.
—¿¡Cómo carajo lo hace!? —bramó, pateando una silla que salió disparada contra la pared.
Frente a él, tres de sus hombres lo observaban sin atreverse a decir una palabra. Uno sostenía una carpeta, otro miraba la tableta donde actualizaban cada cinco minutos los movimientos financieros de las empresas pantalla, y el tercero tragaba saliva cada vez que Vittorio levantaba la vista.
—Nos está cercando, jefe —se atrevió a decir uno con voz temblorosa.
—¡No me digas lo obvio,