Leandro llegó a la torre empresarial con el rostro endurecido y el rostro todavía manchado de sangre seca. Subió directo a su oficina en el último piso, sin saludar a nadie, ignorando a la secretaria que intentó detenerlo con la agenda en la mano. Las puertas se cerraron tras él con un golpe seco que retumbó en todo el piso.
El silencio lo golpeó. La sala impecable, el escritorio ordenado, los cuadros de triunfo en las paredes… todo parecía burlarse de él. Anna, su Anna perfecta, lo había elegido a él, a su gemelo sucio y criminal. El corazón se le retorció como si cada recuerdo de los cuatro años juntos fuera un cuchillo clavándose más hondo.
De pronto, estalló. El vaso de cristal que reposaba sobre la mesa terminó hecho añicos contra la pared. Las carpetas cuidadosamente apiladas volaron por el aire, esparciendo contratos y balances por el suelo como hojas muertas. Empujó la silla de cuero con tanta fuerza que se estrelló contra la ventana panorámica, dejando una marca en el vidrio.