El sol caía lento sobre el horizonte, tiñendo el cielo de tonos naranjas y púrpuras. El mar parecía un espejo que reflejaba fuego y calma al mismo tiempo. Anna estaba sobre la arena húmeda, recostada sobre una manta ligera que Lissandro había extendido.
Él la miraba como si el mundo hubiera desaparecido, con el torso desnudo y el cabello húmedo pegado a la frente. Anna rió, sonrojada bajo esa mirada tan intensa.
—¿Qué miras? —preguntó, aunque ya conocía la respuesta.
—A la mujer que amo. A mi esposa. —Lissandro se inclinó y sus labios encontraron los de ella, primero con dulzura, luego con una pasión que creció como las olas.
Sus manos recorrieron su cintura, bajando lentamente por sus caderas. Anna suspiró, arqueando la espalda, mientras el vaivén del mar marcaba el ritmo de sus cuerpos. La brisa tibia jugaba con su cabello, la arena se les pegaba en la piel, pero nada importaba más que la cercanía de sus labios, el calor de sus caricias.
Lissandro bajó los tirantes del vestido liger