Anna entró a su habitación con pasos tambaleantes, el corazón aún acelerado. Se dejó caer sobre la cama, abrazando la almohada con fuerza. Su mente era un torbellino, un vaivén de culpa y deseo.
Entonces, recordó.
Se incorporó de golpe, abrió el cajón más escondido de su tocador y sacó el pequeño papel arrugado que había guardado con recelo. La nota que encontró aquel día en su departamento, que había leído tantas veces en silencio.
La desplegó con manos temblorosas. La tinta, ya un poco desvaída, aún conservaba esas palabras que la habían confundido y atormentado:
"Mi pequeña… tuve que salir. Te dejo esta rosa tan hermosa como tú."
Sus ojos se llenaron de lágrimas. El apodo. Ese maldito apodo que la perseguía como un eco imposible de silenciar. Lo había vuelto a escuchar hace solo unos minutos, escapando de los labios de Lissandro mientras la besaba con la fuerza de un huracán.
—Pequeña… —susurró ella, tocando las letras con los dedos.
El corazón le dio un vuelco. ¿Y si siempre habí